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, 14:21 17 may 2021
Me llamo Ana Elsa Rodríguez. Nací el 1 de junio de 1946 en el caserío Ocotillo, Cantón Azacualpa, San Fernando, del departamento de Morazán. Soy hija de Paula Rodríguez y Jesús Santo Vigil. En ningún momento he sido reconocida por mi papá. Hasta el día de hoy no recuerdo haber recibido ni tan siquiera un vestido de quien dice ser mi papá. Me siento una mujer sin padre, igual a tantos niños de hoy que les sucede lo mismo.
Mi familia es de la clase muy pobre. Esto me hace recordar un poco que mi hermana y yo crecimos en medio de un montón de dificultades. Pues, a pesar que en la familia solo éramos tres con mi mamá, sufrimos mucho con relación a la comida.
Recuerdo que cuando éramos niñas, no salíamos a ninguna parte. No conocimos ningún lugar. Cuando ya tenía como 8 años, me mandaron a la escuela. Me acuerdo que la escuela era la casa de mi tío Marcelino Guzmán. El profesor se llamaba Elías y era muy bolo. Pero bueno, algo aprendimos a leer y escribir. Luego hicieron una escuelita. Cambiaron al profesor y vino una maestra de nombre Julia Esperanza. Con esa maestra sí aprendimos bastante. Luego se casó con un hombre de Perquín.
Así fueron pasando los años. Luego tuvimos que ir a la escuela de San Fernando. Ese tiempo no fue fácil para mí ni para las demás que íbamos a la escuela, ya que nos daban clases todo el día. Aguantábamos hambre y las lluvias en el camino. Mis compañeras y yo ya estábamos solteras. Empezamos a tener novios. Me acuerdo que una vez marchando en la plaza de San Fernando, antes de un 15 de septiembre, nos dijo un policía de hacienda que para tener novio éramos buenas, pero que marchar no podíamos. Toda esa situación a mí ya no me gustó y dejé de ir a la escuela. Por eso casi no aprendí nada a leer.
Cuando ya no fui a la escuela como ya era una muchacha, mi mamá ya no me dejaba salir sola. Ella era muy enojada como siempre lo es. Por esa razón yo digo que me crecí muy tímida. Ya que no tenía más libertad de platicar con nadie y por eso cuando una decide acompañarse lo hace a la primera propuesta que encuentra, por el mismo miedo que una les tiene a las mamás y sin tener muy en cuenta los problemas que se le van a presentar después.
En esto yo quiero recordar un poco lo que a mí me ha sucedido aunque es bien penoso decir esas cosas. Pero hoy tenemos un poco de libertad para expresar lo que nos pasa a muchas mujeres. Yo me acompañé a la edad de 19 años. Mi compañero se llama Vidal Martínez. Estando juntos decidimos casarnos por la Iglesia. Yo tuve cuatro hijos. Lo que voy a decir es el punto más duro para mí como madre y como mujer. En 1980 mis cuatro hijos estaban pequeños. A ellos les gustaba andar mucho con el papá. Él estaba organizado.
Recuerdo que los hombres tenían que andar huyendo por los montes. Pues las autoridades los buscaban en las casas y a quien encontraban lo mataban. Recuerdo que ya era invierno cuando dijeron que habían unos campamentos y que hombres y mujeres tenían que acamparse para cuidarse de la represión. En este caso, mi compañero se acampó y yo me fui con mis hijos y otras familias al otro lado de la frontera, al lado de Honduras.
Dejamos las casas y las cosas que teníamos y la familia. Es decir, nos separamos. Unos nos fuimos para un lado y otros para otro lado. Como les decía, los cipotes estaban bien acostumbrados a andar con el papá, y como él llegaba a vernos donde nosotros estábamos, dos de mis hijos decidieron venirse con el papá para el campamento donde estaba él. Ellos se daban cuenta que en los campamentos se comía carne y como nosotros andábamos huyendo, sufríamos mucho por la comida.
En los últimos días del mes de julio de 1980, mis hijos César y David se vinieron con el papá para Azacualpa, donde estaba el campamento, en la casa de Don Ladislado Chicas. Pues estando allí en agosto de 1980, como a eso de las nueve de la noche se escuchó una gran explosión. Eso me llenó de mucho miedo, y me puse a pensar: "¿qué habrá pasado?".
No dormí toda la noche, y al solo amanecer esperando a ver quién llegaba, me parecía ver llegar a mis hijos. Así pasaron muchos días y nunca se sabía nada. Ni mi compañero llegaba a vernos. Lo primero que le pregunté fue por mis hijos. En el mismo momento no me pudo ni hablar un poco. Después me dijo que César y David ya no vivían, que estaban muertos. En ese momento ya no me quedé en este mundo. Estaba lo más muerta por lo que me había dicho. Me llené de cólera por el hecho de no haberme avisado y poder ir a enterrar a mis hijos.
Este hecho es un acontecimiento que nunca me dejará estar bien. Ya que años después sacan otro de mis hijos y también murió en combate. Es decir que en total son tres hijos los que murieron en la guerra. De todo esto yo como madre no he recibido ningún beneficio en recompensa de haber dado a mis hijos al proceso revolucionario.
Estando refugiados en Colomoncagua, como mujeres aportamos todo lo que pudimos hacer para la guerra. Yo fui coordinadora de colonia. Trabajé en talleres de manualidades. Luego al regresar a El Salvador trabajé en Los Quebrachos en la construcción de viviendas. Después decidí con mi único hijo que me quedó regresar al lugar donde yo hago mi vida con mi hijo, ya que también soy mujer abandonada por mi compañero. Bueno hay tantas cosas que decir, pero he tratado de recordar lo más importante.
Actualmente me reúno permanentemente con mi comunidad que se llama Ocotillo. Allí participo en el grupo de mujeres que es la Congregación de madres. Esta congregación es de carácter ecuménico, nació en tiempos de la guerra y se mantiene alimentando la fe. Habernos mujeres católicas, pero también mujeres de las Asambleas de Dios y de la Iglesia del Séptimo Día. No encontramos contradicciones en nuestro crecimiento personal y comunitario.
En este año 2001 estoy junto a otras madres de caídos en un proceso de exhumación de mis hijos, pues el darles cristiana sepultura me consolará en mí inmenso dolor de madre y de mujer.