Perfecta Rodríguez

De CEBES Perquín
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Nací el primero de marzo de 1955, en una aldea llamada Quiraguira, del municipio de Mazagüara, departamento de Intibucá, Honduras. Mi madre se llama Victoria Rodríguez Portillo (hondureña) y mi padre se llamaba Gabriel Ángel Rodríguez Argueta (salvadoreño). Hasta los 18 años yo estuve con mis padres. Yo no estudié porque para mis padres lo más importante era trabajar en la cocina y en el campo; otra razón fue el temor, la gente adulta decía, cuando yo era niña, que los maestros eran bien violentos en la escuela, porque cuando castigaban a los alumnos les hacían heridas en la cabeza con una regla.

Yo trabajaba con un hermano en el campo, cultivábamos maíz, frijol, papas, ajo, repollo, café y huisquiles. También ayudaba a vender ocote para comprar la sal, jabón y dulce de panela. Estas tareas las hacía hasta el mediodía, después regresaba a mi casa para ayudar a preparar la comida y demás tareas de una familia. Hasta aquí yo tenía 14 años de edad.

Cuando la guerra entre El Salvador y Honduras, en el año 1969, mi padre fue perseguido por las autoridades hondureñas, por el simple hecho de ser sal­vadoreño. Mi padre un día no se pudo escapar. Cuando la milpa tenía elotes, habíamos hecho un rancho para cuidarla, estábamos trabajando cuando nos rodearon el rancho. Mi padre se encontraba ahí haciendo una caja para alzar ropa, no lo dejaron escapar. En el instante lo amarraron con sus manos atrás y lo llevaron a la cárcel de la ciudad de La Esperanza, que es la cabecera departa­mental de Intibucá, en donde le aplicaban castigos, como el de tirarle agua y lodo donde dormía y lo metían en las celdas o bartolinas que tenían alfileres que le punzaban su cuerpo. A mi padre lo dejaban en libertad si se venía para El Salvador, entonces mi padre decidió regresar donde nosotros para venirse con toda la familia. Le dijeron que le daban 24 horas para que se viniera.

Cuando mi padre regresó a la casa nos dijo que nos alistáramos porque él ya no podía vivir ahí. El día siguiente salimos a las 3 de la mañana, mis padres y mis hermanos: Miguel de 22 años (acompañado) y sus dos hijas, yo de 14 años, Francisca de 12 años, Domingo de 10 años, Lila de 7 años, Gonzalo de 6 años, Alba de 4 años y Dori la de cuatro meses. Era el primer día de camino y lo hacíamos por veredas. A las 6 de la tarde llegamos a un lugar llamado Santiago de la Paz, ahí buscamos posada para pasar la noche. Este día cargamos la comi­da para el camino.

El día siguiente salimos a las 3 de la mañana, la comida ya se nos había ter­minado. Mi madre me mandaba a comprar a cada casa que encontrábamos en el camino para dar de comer a los más pequeños. Este segundo día también habíamos caminado 15 horas más y esta vez no dormimos bajo techo porque nos cayó la noche en un lugar sin gente, así es que nos quedamos a la intemperie.

Nos faltaba otra jornada de camino igual que las anteriores. También este ter­cer día salimos a las 3 de la mañana. Este día compramos pan por el camino para tranquilizar la necesidad. A las 5 de la tarde llegamos a un lugar llamado Santa Cruz de Marcala, este lugar es muy rico en frutas, como la naranja, lo cual nos ayudó mucho para poder comprar y así aliviar el hambre que cargábamos. Pasamos la noche en ese mismo lugar.

El día siguiente ya era muy cansado para mi familia. No pudimos salir a las 3, sino que hasta las 4 de la mañana. Este día ya salimos rumbo hacia la frontera de Honduras y El Salvador. Eran las 4 de la tarde cuando llegamos. Aquí nos encontramos con una barrera de autoridades hondureñas, nos envolvía más el terror. Esta vez agarraron a mi hermano mayor, que es Miguel, junto con mi padre, los amarraron y los trajeron a la aduana. Nosotros seguimos caminando por donde traían a mi padre con mi hermano, a quienes traían amarrados. A nosotros nos insultaban. Llegamos a la aduana y a mi madre le dijeron que debía ser apresada por venir siguiendo a un guanaco. También les ofrecían la muerte, pero que les perdonaban la vida por nosotros, los hijos, y que teníamos que pagar 500 lempiras para pasar la frontera. Y así fue, pagamos de nuestros ingresos que teníamos para pasar a El Salvador.

Liberaron a mi padre y a mi hermano y mi madre sacó permiso para quedarnos a dormir en la frontera porque ya eran las 6 de la tarde y estábamos muy cansados, llorábamos mucho junto a nuestros pequeños, por tanto sacrifi­cio, ya eran cuatro días de camino, más todo lo demás que había sucedido. Después sólo teníamos que cruzar unos 400 metros para estar en tierra sal­vadoreña. Ahí habían autoridades de El Salvador, pero estas no nos hicieron nada. Estando ya en El Salvador buscamos posada entre amigos y familiares de mi padre, para poder trabajar y hacer nuestra casa.

En 1972, yo trabajaba como molendera, ganaba 3 colones al mes. Después de trabajar con mi familia como 4 años, hicimos nuestra casa en el cantón El Carrizal (La Montaña). En 1975 me casé, un año después de haberme casado di a luz a mi primera hija, María Faustina. Yo di a luz a seis hijos: Faustina, Jesús (murió cuando era bebé), Regino, Sixto, Alexander y Evelio. Para tener a estos hijos pasaron como 11 años aproximadamente.

Así fue que empecé a trabajar junto con mi esposo para crecer a los hijos. Todavía no se había declarado la guerra, cuando empezamos a trabajar como familia. Yo trabajaba en la casa mientras que mi esposo lo hacía en el campo.

Cuando el conflicto armado inició, ya nos habíamos enterado de lo que sucedía o la situación en que se encontraba nuestro país. Empezaron a salir los compas. Yo, como mujer, desarrollé actividades en mi casa, como la de echar las tortillas para los muchachos. También había que moler fertilizante y café que necesita­ban en ese entonces para hacer los explosivos. Esas eran mis primeras partici­paciones dentro de un proceso de trabajo para ir contribuyendo a la búsqueda de un proyecto social.

En el año 1984 llegó el batallón Arce, siempre tenía que hacer tortillas porque siempre había que darles. Uno de los días que estuvieron, llegaron por la noche, nos sacaron a mis hijos y junto a otras personas en la plaza del cantón El Carrizal, y me decían que los guerrilleros se metían en mi casa para dispararles a ellos, algo que no era verdad. Ponían sus morteros enfrente de mis hijos y disparaban para los alrededores del cantón, los niños lloraban mucho por el ruído de las armas. Como a las 11 de la noche nos dijeron que al día siguiente no nos querían ver ahí, porque si no, nos iban a matar. Al día siguiente nos salimos toda la gente sólo con nuestros hijos, dejamos todo, estuvimos viviendo por unos 4 meses en el lugar conocido como La Tejera, ahí cerca de Perquín, después nos dijeron que nos regresáramos, pero lo que hallamos en nuestra casa era un desastre.

En el año de 1985 empezamos a trabajar con las Comunidades Eclesiales de Base, en donde empecé a animar a la Congregación de Madres de mi comunidad, El Carrizal, la cual en ese entonces estuvimos para responder un poco a las exi­gencias de la situación que vivíamos. Por ejemplo, si capturaban a un campesino, eramos las madres quienes teníamos que hacer algo para que lo li­beraran. También trabajamos para que los niños de la escuela tuvieran un refrige­rio de pan y leche. Como mujer también apoyaba la comunicación con los muchachos en los momentos en que el ejército tenía sus operativos en la zona, lo hacía llevando correos desde Perquín hasta La Montaña o viceversa.

Participé con el trabajo del movimiento comunal de mujeres en esos años, 1987 y 1988, cuando inició ese movimiento de oganizar a más mujeres para apo­yar manifestaciones de protesta. En 1989 también habíamos formado cooperati­vas entre madres y hombres de mi comunidad para trabajar sobre aspectos del mismo proceso y últimamente sobre el programa de transferencia de la tierra. Trabajamos en eso desde 1989 hasta 1992.

En este año de 1992, de la noche a la mañana tuvimos que pasar a ser hon­dureños, porque el gobierno salvadoreño hizo esos tratos. ¿A saber qué íbamos a hacer después de tanto esfuerzo? Teníamos que estar bajo otras leyes, pára mí fue muy difícil, lo que dije a mi esposo es que era mejor salirnos de ahí. En 1994 nos trasladamos a vivir al lugar llamado Aguazarca (Torola), que se empezaba a formar por excombatientes.

En 1995 fui parte de la primera escuela de agentes de pastoral que tenían las Comunidades Eclesiales de Base como parte de su trabajo. Después que salí estuve animando a mis hijos sobre la experiencia adquirida en la escuela de agentes de pastoral y después entré como socia de la cooperativa Nuevo Torola.

En 1996 y 1997 estuve padeciendo gravemente una enfermedad que me costó poder darme cuenta lo que tenía. Pasé buscando un montón de médicos para que me dijeran lo que sufría. Presentaba síntomas como hemorragias, dolores muy fuertes en la cabeza, vientre y fiebres. En diciembre de 1997, en una consulta, me dijo una doctora que no siguiera gastando en medicinas, porque lo que tenía era tumor e infección en la matriz y que tenía todo el inicio de un cáncer en la matriz. En 1998 fui al hospital de La Divina Providencia y el Instituto del Cáncer en San Salvador, para que me pusieran un tratamiento de cobalto y en el mes de enero de 1999 fui al mismo lugar para que me realizaran el tratamiento de radiación.

En ese mismo año de 1999, se formó la Congregación de Madres Cristianas de la cual soy parte de la coordinación, junto con otras compañeras de nuestra comunidad, como también somos parte del Equipo de Pastoral para ayudar en lo poco que está todavía a mi alcance. Gracias a Dios por tenerme con vida y poder decirles sigamos adelante y que siempre es posible hacer algo en este mundo.