Bibliografia Gustavo Adolfo Becquer
Te he visto, por el parque
ceniciento
que los poetas aman
para llorar, como una noble
sombra
vagar, envuelto en tu levita larga.
El talante cortés, ha tantos años
compuesto de una fiesta en la
antesala,
?¡qué bien tus pobres huesos
ceremoniosos guardan!?
Yo te he visto, aspirando distraído,
con el aliento que la tierra exhala
?hoy, tibia tarde en que las
mustias hojas
húmedo viento arranca?,
del eucalipto verde
el frescor de las hojas perfumadas.
Y te he visto llevar la seca mano
a la perla que brilla en tu corbata.
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
Este donquijotesco
don Miguel de Unamuno, fuerte vasco,
lleva el arnés grotesco
y el irrisorio casco
del buen manchego. Don Miguel camina,
jinete de quimérica montura,
metiendo espuela de oro a su locura,
sin miedo de la lengua que malsina.
A un pueblo de arrieros,
lechuzos y tahúres y logreros
dicta lecciones de Caballería.
Y el alma desalmada de su raza,
que bajo el golpe de su férrea maza
aún durme, puede que despierte un día.
Quiere enseñar el ceño de la duda,
antes de que cabalgue, el caballero;
cual nuevo Hamlet, a mirar desnuda
cerca del corazón la hoja de acero.
Tiene el aliento de una estirpe fuerte
que soñó más allá de sus hogares,
y que el oro buscó tras de los mares.
Él señala la gloria tras la muerte.
Quiere ser fundador, y dice: Creo;
Dios y adelante el ánima española...
Y es tan bueno y mejor que fue Loyola:
sabe a Jesús y escupe al fariseo.
Naranjo en maceta, ¡qué triste es tu suerte!
Medrosas tiritan tus hojas menguadas.
Naranjo en la corte, ¡qué pena da verte con
tus naranjitas secas y arrugadas!.
Pobre limonero de fruto amarillo cual
pomo pulido de pálida cera, ¡qué pena
mirarte, mísero arbolillo criado en
mezquino tonel de madera! De los claros
bosques de la Andalucía, ¿quién os trajo a
esta castellana tierra que barren los vientos
de la adusta sierra, hijos de los campos de
la tierra mía? ¡Gloria de los huertos, árbol
limonero, que enciendes los frutos de
pálido oro, y alumbras del negro cipresal
austero
las quietas plegarias erguidas en coro; y
fresco naranjo del patio querido, del campo
risueño y el huerto soñado, siempre en mi
recuerdo maduro o florido
de frondas y aromas y frutos cargado!
Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día. Yo, solo,
por las quiebras del pedregal subía, buscando los recodos
de sombra, lentamente. A trechos me paraba para enjugar
mi frente y dar algún respiro al pecho jadeante; o bien,
ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante y hacia la
mano diestra vencido y apoyado en un bastón, a guisa de
pastoril cayado,
trepaba por los cerros que habitan las rapaces aves de
altura, hollando las hierbas montaraces de fuerte olor
?romero, tomillo, salvia, espliego?. Sobre los agrios
campos caía un sol de fuego. Un buitre de anchas alas
con majestuoso vuelo cruzaba solitario el puro azul del
cielo. Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo, y una
redonda loma cual recamado escudo, y cárdenos alcores
sobre la parda tierra
?harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra?,
las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero para
formar la corva ballesta de un arquero en torno a Soria.
?Soria es una barbacana, hacia Aragón, que tiene la torre
castellana?. Veía el horizonte cerrado por colinas oscuras,
coronadas de robles y de encinas; desnudos peñascales,
algún humilde prado donde el merino pace y el toro,
arrodillado sobre la hierba, rumia; las márgenes de río
lucir sus verdes álamos al claro sol de estío, y,
silenciosamente, lejanos pasajeros, ¡tan diminutos!
?carros, jinetes y arrieros?, cruzar el largo puente, y bajo
las arcadas de piedra ensombrecerse las aguas plateadas
del Duero. El Duero cruza el corazón de roble de Iberia y
de Castilla.
¡Oh, tierra triste y noble, la de los altos llanos y yermos
y roquedas, de campos sin arados, regatos ni arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones, y atónitos
palurdos sin danzas ni canciones que aún van,
abandonando el mortecino hogar, como tus largos ríos,
Castilla, hacia la mar! Castilla miserable, ayer
dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto
ignora. ¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada? Todo se
mueve, fluye, discurre, corre o gira; cambian la mar y el
monte y el ojo que los mira. ¿Pasó? Sobre sus campos
aún el fantasma yerta de un pueblo que ponía a Dios
sobre la guerra. La madre en otro tiempo fecunda en
capitanes, madrastra es hoy apenas de humildes
ganapanes. Castilla no es aquella tan generosa un día,
cuando Mío Cid Rodrigo el de Vivar volvía, ufano de su
nueva fortuna, y su opulencia, a regalar a Alfonso los
huertos de Valencia; o que, tras la aventura que acreditó
sus bríos, pedía la conquista de los inmensos ríos
indianos a la corte, la madre de soldados, guerreros y
adalides que han de tornar, cargados de plata y oro, a
España, en regios galeones, para la presa cuervos, para
la lid leones.
Filósofos nutridos de sopa de convento contemplan
impasibles el amplio firmamento; y si les llega en
sueños, como un rumor distante, clamor de mercaderes
de muelles de Levante, no acudirán siquiera a preguntar
¿qué pasa? Y ya la guerra ha abierto las puertas de su
casa. Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.