Bibliografia Federico Garcia Lorca
La luna vino a la fragua con
su polizón de nardos.
El niño la mira, mira. El
niño la está mirando. En el
aire conmovido mueve la
luna sus brazos y enseña,
úbrica y pura, sus senos de
duro estaño.
Huye luna, luna, luna. Si
vinieran los gitanos, harían
con tu corazón collares y
anillos blancos.
Niño, déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.
Huye, luna, luna, luna, que
ya siento los caballos.
Niño, déjame, no pises mi
blancor almidonado
El jinete se acercaba tocando
el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño
tiene los ojos cerrados.
Por el olivar venían, bronce y
sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas y los
ojos entornados.
¡Cómo canta la zumaya,
ay, cómo canta en el árbol!
Por el cielo va la luna con un
niño de la mano.
Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
El aire la está velando.
Su luna de pergamino Preciosa
tocando viene por un anfibio
sendero de cristales y laureles.
El silencio sin estrellas, huyendo
del sonsonete, cae donde el mar
bate y canta su noche llena de peces.
En los picos de la sierra
os carabineros duermen
guardando las blancas torres
donde viven los ingleses.
y los gitanos del agua levantan
por distraerse, glorietas de
caracolas yramas de pino verde.
Niña, deja que levante tu vestido
para verte.
Abre en mis dedos antiguos la
rosa azul de tu vientre.
Preciosa tira el pandero y corre
sin detenerse.
El viento-hombrón la persigue con
una espada caliente.
Frunce su rumor el mar. Los olivos
palidecen. Cantan las flautas de
umbría y el liso gong de la nieve.
¡Preciosa, corre, Preciosa, que te
coge el viento verde!
¡Preciosa, corre, Preciosa!
¡Míralo por donde viene!
Sátiro de estrellas bajas con sus
lenguas relucientes.
Preciosa, llena de miedo, entra en
la casa que tiene, más arriba de los
pinos, el cónsul de los ingleses.
Asustados por los gritos tres
carabineros vienen, sus negras
capas ceñidas y los gorros en las sienes.
El inglés da a la gitana un vaso de
tibia leche, y una copa de ginebra
que Preciosa no se bebe. Y mientras
cuenta, llorando, su aventura a
aquella gente, en las tejas de
pizarra el viento, furioso, muerde.
En la mitad del barranco
las navajas de Albacete
bellas de sangre contraria,
relucen como los peces.
Una dura luz de naipe
recorta en el agrio verde
caballos enfurecidos
y perfiles de jinetes.
En la copa de un olivo
lloran dos viejas mujeres.
El toro de la reyerta
se sube por las paredes.
Ángeles negros traían
pañuelos y agua de nieve.
Ángeles con grandes alas
de navajas de Albacete.
Juan Antonio el de Montilla
rueda muerto la pendiente,
su cuerpo lleno de lirios
y una granada en las sienes.
Ahora monta cruz de fuego,
carretera de la muerte.
El juez, con guardia civil,
por los olivares viene.
Sangre resbalada gime
muda canción de serpiente.
Señores guardias civiles: aquí
pasó lo de siempre.
Han muerto cuatro romanos
y cinco cartagineses.
La tarde loca de higueras
y de rumores calientes
cae desmayada en los muslos
heridos de los jinetes.
Y ángeles negros volaban
por el aire del poniente.
Ángeles de largas trenzas
y corazones de aceite.
Verde que te quiero verde. Verde
viento. Verdes ramas. El barco sobre la
mar y el caballo en la montaña. Con la
sombra en la cintura ella sueña en su
baranda, verde carne, pelo verde, con
ojos de fría plata. Verde que te quiero
verde. Bajo la luna gitana, las cosas la
están mirando y ella no puede mirarlas.
Verde que te quiero verde. Grandes
estrellas de escarcha, vienen con el pez
de sombra que abre el camino del alba.
La higuera frota su viento con la lija de
sus ramas, y el monte, gato garduño,
eriza sus pitas agrias. ¿Pero quién
vendrá? ¿Y por dónde...? Ella sigue en
su baranda, verde carne, pelo verde,
soñando en la mar amarga. Compadre,
quiero cambiar mi caballo por su casa,
mi montura por su espejo, mi cuchillo
por su manta. Compadre, vengo
sangrando, desde los puertos de Cabra.
Si yo pudiera, mocito, ese trato se
cerraba. Pero yo ya no soy yo, ni mi
casa es ya mi casa. Compadre, quiero
morir decentemente en mi cama. De
acero, si puede ser, con las sábanas de
holanda.
¿No ves la herida que tengo desde el
pecho a la garganta? Trescientas rosas
morenas lleva tu pechera blanca.
Tu sangre rezuma y huele alrededor de
tu faja. Pero yo ya no soy yo, ni mi casa
es ya mi casa. Dejadme subir al menos
hasta las altas barandas, ¡dejadme subir!,
dejadme hasta las verdes barandas.
Barandales de la luna por donde retumba
el agua.
Ya suben los dos compadres hacia las
altas barandas. Dejando un rastro de
sangre. Dejando un rastro de lágrimas.
Temblaban en los tejados farolillos de
hojalata. Mil panderos de cristal, herían
la madrugada.
Verde que te quiero verde, verde viento,
verdes ramas. Los dos compadres
subieron. El largo viento, dejaba en la
boca un raro gusto de hiel, de menta y de
albahaca. ¡Compadre! ¿Dónde está, dime?
¿Dónde está tu niña amarga? ¡Cuántas
veces te esperó! ¡Cuántas veces te
esperara cara fresca, negro pelo, en esta
verde baranda! Sobre el rostro del aljibe
se mecía la gitana. Verde cama, pelo
verde, con ojos de fría plata. Un
carámbano de luna la sostiene sobre el
agua. La noche se puso íntima como una
pequeña plaza. Guardias civiles
borrachos en la puerta golpeaban. Verde
que te quiero verde. Verde viento. Verdes
ramas. El barco sobre la mar. Y el caballo
en la montana.
Silencio de cal y mirto.
Malvas en las hierbas finas.
La monja borda alhelíes
sobre una tela pajiza.
Vuelan en la araña gris,
siete pájaros del prisma.
La iglesia gruñe a lo lejos
como un oso panza arriba.
¡Qué bien borda ! ¡Con qué
gracia!
Sobre la tela pajiza,
ella quisiera bordar
flores de su fantasía.
¡Qué girasol! ¡Qué magnolia
de lentejuelas y cintas!
¡Qué azafranes y qué lunas,
en el mantel de la misa!
Cinco toronjas se endulzan
en la cercana cocina.
Las cinco llagas de Cristo
cortadas en Almería.
Por los ojos de la monja
galopan dos caballistas.
Un rumor último y sordo
le despega la camisa,
y al mirar nubes y montes
en las yertas lejanías,
se quiebra su corazón
de azúcar y yerbaluisa.
¡Oh!, qué llanura empinada
con veinte soles arriba.
¡Qué ríos puestos de pie
vislumbra su fantasía!
Pero sigue con sus flores,
mientras que de pie, en la
brisa,
la luz juega el ajedrez
alto de la celosía.
Se ven desde las barandas,
por el monte, monte, monte,
mulos y sombras de mulos
cargados de girasoles.
Sus ojos en las umbrías
se empañan de inmensa noche.
En los recodos del aire
cruje la aurora salobre.
Un cielo de mulos blancos
cierra sus ojos de azogue
dando a la quieta penumbra
un final de corazones.
Y el agua se pone fría
para que nadie la toque.
Agua loca y descubierta
por el monte, monte, monte.
San Miguel lleno de encajes
en la alcoba de su torre,
enseña sus bellos muslos
ceñidos por los faroles.
Arcángel domesticado
en el gesto de las doce,
finge una cólera dulce
de plumas y ruiseñores.
San Miguel canta en los vidrios;
efebo de tres mil noches, fragante
de agua colonia y lejano de las
flores. El mar baila por la playa,
un poema de balcones. Las villas de
la luna pierden juncos, ganan
voces. Vienen manolas comiendo
semillas de girasoles, los culos
grandes y ocultos como planetas de
cobre.
Vienen altos caballeros y damas de
triste porte, morenas por la
nostalgia de un ayer de ruiseñores.
Y el obispo de Manila, ciego de
azafrán y pobre, dice misa con dos
filos para mujeres y hombres
San Miguel se estaba quieto
en la alcoba de su torre,
con las enaguas cuajadas
de espejitos y entredoses.
San Miguel, rey de los globos
y de los números nones,
en el primor berberisco
de gritos y miradores.
¿Qué es aquello que reluce
por los altos corredores?
Cierra la puerta, hijo mío,
acaban de dar las once.
En mis ojos, sin querer,
relumbran cuatro faroles.
Será que la gente aquella
estará fregando el cobre.
Ajo de agónica plata
la luna menguante, pone
cabelleras amarillas
a las amarillas torres.
La noche llama temblando
al cristal de los balcones,
perseguida por los mil
perros que no la conocen,
y un olor de vino y ámbar
viene de los corredores.
Brisas de caña mojada
y rumor de viejas voces,
resonaban por el arco
roto de la media noche.
Bueyes y rosas dormían.
Sólo por los corredores las cuatro
luces clamaban con el furor de San
Jorge.
Tristes mujeres del valle bajaban su
sangre de hombre, tranquila de flor
cortada y amarga de muslo joven.
Viejas mujeres del río lloraban al
pie del monte, un minuto
intransitable de cabelleras y
nombres. Fachadas de cal, ponían
cuadrada y blanca la noche.
Serafines y gitanos tocaban
acordeones. Madre, cuando yo me
muera, que se enteren los señores.
Pon telegramas azules que vayan
del Sur al Norte.
Siete gritos, siete sangres, siete
adormideras dobles, quebraron
opacas lunas en los oscuros salones.
Lleno de manos cortadas y
coronitas de flores, el mar de los
juramentos resonaba, no sé donde.
Y el cielo daba portazos al brusco
rumor del bosque, mientras
clamaban las luces en los altos
corredores.
Antonio Torres Heredia,
hijo y nieto de Camborios,
con una vara de mimbre
va a Sevilla a ver los toros.
Moreno de verde luna
anda despacio y garboso.
Sus empavonados bucles
le brillan entre los ojos.
A la mitad del camino
cortó limones redondos,
y los fue tirando al agua
hasta que la puso de oro.
Y a la mitad del camino,
bajo las ramas de un olmo,
guardia civil caminera
lo llevó codo con codo.
El día se va despacio,
la tarde colgada a un hombro,
dando una larga torera
sobre el mar y los arroyos.
Las aceitunas aguardan
la noche de Capricornio,
y una corta brisa, ecuestre,
salta los montes de plomo.
Antonio Torres Heredia,
hijo y nieto de Camborios,
viene sin vara de mimbre
entre los cinco tricornios.
Antonio, ¿quién eres tú?
Si te llamaras Camborio,
hubieras hecho una fuente
de sangre con cinco chorros.
Ni tú eres hijo de nadie,
ni legítimo Camborio.
¡Se acabaron los gitanos
que iban por el monte solos!
Están los viejos cuchillos
tiritando bajo el polvo.
A las nueve de la noche
lo llevan al calabozo,
mientras los guardias civiles
beben limonada todos.
Y a las nueve de la noche
le cierran el calabozo,
mientras el cielo reluce
como la grupa de un potro.
Voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.
Voces antiguas que cercan
voz de clavel varonil.
Les clavó sobre las botas
mordiscos de jabalí.
En la lucha daba saltos
jabonados de delfín.
Bañó con sangre enemiga
su corbata carmesí,
pero eran cuatro puñales
y tuvo que sucumbir.
Cuando las estrellas clavan
rejones al agua gris,
cuando los erales sueñan
verónicas de alhelí,
voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.
Antonio Torres Heredia,
Camborio de dura crin,
moreno de verde luna,
voz de clavel varonil:
¿Quién te ha quitado la vida
cerca del Guadalquivir?
Mis cuatro primos Heredias
hijos de Benamejí.
Lo que en otros no envidiaban, ya
lo envidiaban en mí.
Zapatos color corinto, medallones
de marfil, y este cutis amasado
con aceituna y jazmín.
¡Ay Antoñito el Camborio,
digno de una Emperatriz!
Acuérdate de la Virgen porque te
vas a morir.
¡Ay Federico García,
llama a la Guardia Civil! Ya mi
talle se ha quebrado como caña de
maíz. Tres golpes de sangre tuvo
y se murió de perfil.
Viva moneda que nunca
se volverá a repetir.
Un ángel marchoso pone
su cabeza en un cojín.
Otros de rubor cansado,
encendieron un candil.
Y cuando los cuatro primos
llegan a Benamejí,
voces de muerte cesaron
cerca del Guadalquivir.
¿Tu conoces al ”Piyayo”
un viejecillo renegro, reseco y chicuelo;
la mirada de gallo pendenciero y hocico
de raposo tiñoso... que pide limosna por
"tangos“ y maldice cantando
"fandangos“ gangosos?
¡A chufla lo toma la gente y a mi me da
pena y me causa un respeto imponente!
Ata a su cuerpo una guitarra, Que
chilla como una corneja Y zumba como
una chicharra Y tiene arrumacos de
vieja Pelleja. Yo le he visto cantando,
Babeando De rabia y de vino, Bailando
Con saltos felinos Tocando a zarpazos,.
Los acordes de un viejo"tangazo“ Y, a
sus contorsiones de ardilla, Hace son
con la sucia calderilla.
¡ a chufla lo toma la gente y a mi me da
pena y me causa un respeto imponente!
Es su extraño arte su cepo y su cruz,
su vida y su luz, su tabaco y su
aguardientillo... y su pan y el de sus
nietecillos: "churumbeles" con greñas de
alambre y panzas de sapos.
Que aullan de hambre Tiritando bajo los
harapos; Sin madre que lave su roña;
Sin padre que "afane“ Porque pena una
muerte en santoña
Sin mas sombra que la del abuelo... ¡poca
sombra, porque es tan chicuelo; en el
altozano tiene un cuchitril ¡a las vigas
alcanza la mano; y por lumbre y por luz,
un candil. Vacia sus alforjas Que son sus
bolsillos, Bostezando los siete chiquillos, Se
agrupan riendo. Y entre carantoñas les
va repartiendo Pan y pescao frito, Con la
parsimonia de un antiguo rito:
¡chavales!
¡pan de flor de harina! Mascarlo despasio.
Mejo pan no se come en palasio. Y este
pescaito, ¡no es na? sacao uno a uno del
fondo del má! ¡gloria pura él! Las espinas
se comen tamié, Que to es alimento...
Asi....despasito. ¡no llores, Manuela!
Tu no pués, porque no tiés muelas. ¡es tan
chiquitita mi niña bonita!.. así, despasito.
Muy remascaito, Migaja a migaja, que
dure, Le van dando fin A los cinco reales
que costo el festín. Luego entre guiñapos
durmiendo, Por matar el frío, muy
apiñaditos. La Virgen María contempla
al “Piyayo” Riendo Y hay un Angel rubio
que besa la frente De cada gitano
chiquito. A chufla lo toma la gente!...
¡y a mi me da penay me causa un respeto
imponente!
Y que yo me la lleve al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.
Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos.
En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua me
sonaba en el oído,
como una pieza de seda
rasgada por diez cuchillos
Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido,
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río.
Pasadas las zarzamoras,
los juncos y los espinos,
bajo su mata de pelo
hice un hoyo sobre el limo.
Yo me quité la corbata. Ella se
quitó el vestido. Yo el cinturón con
revólver Ella sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas tienen el
cutis tan fino, ni los cristales con
luna relumbran con ese brillo. Sus
muslos se me escapaban como peces
sorprendidos, la mitad llenos de
lumbre, la mitad llenos de frío.
Aquella noche corrí el mejor de los
caminos, montado en potra de
nácar sin bridas y sin estribos. No
quiero decir, por hombre, las cosas
que ella me dijo. La luz del
entendimiento me hace ser muy
comedido. Sucia de besos y arena,
yo me la lleve del río. Con el aire se
batían las espadas de los lirios. Me
porté como quien soy. Como un
gitano legítimo. La regalé un
costurero grande de raso pajizo, y
no quise enamorarme porque
teniendo marido me dijo que era
mozuela cuando la llevaba al río.