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Estaba allí, negro bajo las ramas, salpicada de luna la faz siniestra. Se le distinguía claramente por las tres plumas de guara que llevaba en la frente; era el Tigre del Sumpul, aquel río solitario y perdido que se arrastra bajo peñas y entre raíces, el río de los crímenes que se ha teñido tantas veces en sangre y ha escuchado tantos gritos de angustia y de dolor. ¡Río de cadáveres y de huesos!

Allí mismo, aquel hombre que se ocultaba tras el tronco de aquel nudoso tigüilote, había robado a los viajeros y había abonado sus márgenes con sangre. Era de origen maya. Se había creado en las montañas, en las altas montañas de Chalatenango, donde la con-federación pipil había detenido el avance del imperialismo ulmeca. Desde el alto Cayaguanca hasta el tétrico Sumpul, había recorrido cometiendo crímenes. En la orilla de los caminos quemaba una mezcla de hojas de «tapa» (datura) y de tabaco, cuyo humo produce sueño, delirios y debilidad física instantánea; hacía caer a sus víctimas por medio de ese violento veneno de la daturina. Quién sabe por qué circunstancias estaba ahora en tierras pipiles. Y seguía siendo el criminal de antes. Era bastante entrada la noche. El silencio engrandecía el ruido de las lagartijas que corrían. Y se oyeron unos pasos apagados por el polvo del sendero. Un mancebo avanzaba. Un indio querido de todo el pueblo, Malinalli (yerba retorcida). A la luz de la luna se le veía, cruzado sobre el pecho, el valioso tejido de piel de chinchintor, que acostumbraba llevar siempre, venía distraído, cantando una vieja canción, cerca ya del tigüilote fatal.