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Estaba allí, negro bajo las ramas, salpicada de luna la faz siniestra. Se le distinguía claramente por las tres plumas de guara que llevaba en la frente; era el Tigre del Sumpul, aquel río solitario y perdido que se arrastra bajo peñas y entre raíces, el río de los crímenes que se ha teñido tantas veces en sangre y ha escuchado tantos gritos de angustia y de dolor. ¡Río de cadáveres y de huesos!

Allí mismo, aquel hombre que se ocultaba tras el tronco de aquel nudoso tigüilote, había robado a los viajeros y había abonado sus márgenes con sangre. Era de origen maya. Se había creado en las montañas, en las altas montañas de Chalatenango, donde la con-federación pipil había detenido el avance del imperialismo ulmeca. Desde el alto Cayaguanca hasta el tétrico Sumpul, había recorrido cometiendo crímenes. En la orilla de los caminos quemaba una mezcla de hojas de «tapa» (datura) y de tabaco, cuyo humo produce sueño, delirios y debilidad física instantánea; hacía caer a sus víctimas por medio de ese violento veneno de la daturina. Quién sabe por qué circunstancias estaba ahora en tierras pipiles. Y seguía siendo el criminal de antes. Era bastante entrada la noche. El silencio engrandecía el ruido de las lagartijas que corrían. Y se oyeron unos pasos apagados por el polvo del sendero. Un mancebo avanzaba. Un indio querido de todo el pueblo, Malinalli (yerba retorcida). A la luz de la luna se le veía, cruzado sobre el pecho, el valioso tejido de piel de chinchintor, que acostumbraba llevar siempre, venía distraído, cantando una vieja canción, cerca ya del tigüilote fatal.


Detrás del tronco nudoso, el Tigre del Sumpul prepara su cerbatana, un carrizo largo con el que dispara dardos envenenados. Apunta, y en el momento en que Malinalli pasa frente al árbol, sopla en la cerbatana. Y el joven cayó. El veneno, quizá demasiado viejo, no produjo su efecto inmediato, porque el indio pudo defenderse por algún tiempo sin que la parálisis nerviosa lo imposibilitara. Tras una corta lucha, el Tigre del Sumpul sacó una cuchilla de obsidiana, y bajo la mirada inocente de Metzti, la hundió en el pecho de su víctima. Salió la sangre, manchando el suelo, y con un ademán violento arrancó el tejido de piel de chinchintor que llevaba en el pecho. Y se alejó del lugar. La desaparición de Malinalli, causó mucho pesar en el pueblo. Todos aseguraban que sería vengado por su nahual: una furiosa culebra Masacuat que, según aseguraban algunos, ostentaba la señal de una gran mancha blanca sobre su lomo negro. Pasó el tiempo. El Tigre del Sumpul había huido de tierras pipiles, asustado por los frecuentes encuentros que tenía con una Masacuat larga, con una mancha blanca sobre el lomo negro. Está ahora en el peñón de Cayaguanca. Era de noche. La luna se paseaba sobre la selva silenciosa. De las montañas vecinas venía un aire frío. Por la orilla de una ladera escueta, entre un ralo grupo de árboles, caminaba un hombre con una flecha al hombro. En el tronco de un nudoso tigüilote, la luna dibujaba sobre el suelo la figura como de una rama que se movía. Avanzó el hombre, y al pasar frente al árbol, algo se alargó, enrollándose rápidamente al cuello. Se oyó un grito. Allí, contra el árbol, había un hombre apretado al tronco.

De pronto quedó libre. Y por la ladera escueta rodó un cadáver. En la frente se le distinguían tres plumas de guara. Rodó, rodó por la ladera escueta, bajo la infantil mirada de la luna. Del tronco se desprendió una culebra. Se deslizó rápidamente por el sendero. Una gran mancha blanca se distinguía sobre su lomo negro.


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