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“Vengo de una familia muy sufrida...”

Silvia, 1987

Nací en el Caserío Ocotillo, en el municipio de San Fernando, en el Departamento de Morazán, el 2 de Mayo de 1.967. Yo agradezco mucho a Dios la bendición que me ha dado como persona y al grupo familiar, porque al echar una mirada atrás puedo ver que la vida fue dura desde que tengo uso de razón. Vengo de una familia que ha sido muy sufrida. Mi mamá nació en el año 43, ella tiene ahora 75 años. A los 8 años se quedó huérfana, tenía dos hermanos hombres y una hermana más pequeña, que la tuvieron que regalar. Su mamá, mi abuela, murió de un parto, porque no debió ser muy bien atendida. Entonces decían que había muerto “con susto,” tal vez tuvo problemas de infecciones, pero era como se veían entonces las cosas. Mi mamá también nació en el Ocotillo, y ella nos cuenta que su realidad fue bien pesada, aunque también aprendió mucho de eso. Quedar huérfana a los 8 años es difícil, ella ya tenía uso de razón y recuerda que mi abuela ya había quedado viuda, pero salió embarazada de otro hombre, por eso su mamá, mi bisabuela, no la quería mucho y no la apoyó. Algún sufrimiento tuvo y murió de ese parto. Ella quiso empeñar la piedra, pero nadie se la compró. Mi mamá se quedó con su abuela y tuvo que trabajaba muy duro. Trabajaba en la cocina, además de lavar, planchar, costurar... A pesar de todo pudo ir a la escuela, pero ya más grande, y aprendió a leer. Tuvo sus novios, aunque ella tenía que hacer lo que decidía la abuela. Así fue creciendo y aprendiendo a hacer sus cosas, y lo hizo muy bien, a pesar de las dificultades.

Entonces vivían del cultivo del café, del maíz y de la madera. Los abuelos tenían tierra, pero los hermanos de mi mamá eran jornaleros, iban a serrar madera. Mi mamá además de su trabajo de la cocina también cortaba café para poder tener unos ingresos. Ya en su juventud salió embarazada, yo fui su primera hija, pero ella tuvo que marcharse a otro lugar y yo me quedé con mi bisabuela hasta que murió.

“Nunca podía jugar, tenía mucho trabajo”

Regresé con mi mamá a los 7 o 8 años. Yo estaba ya en primer grado. Entonces mi mamá ya tenía dos hijos más y yo ya tenía edad para aprender el oficio doméstico. Lavar maíz, lavar trastes, todo lo de la casa... uno de los retos era aprender a moler maíz en la piedra y hacer las tortillas. Mi mamá tenía otro esposo y él me quería como una hija más. Para poder ir a la escuela me tenía que levantar a las 4 de la mañana, porque tenía que preparar el café, traer agua, quebrar el maíz en piedra... Nunca llegaba a la hora a la escuela, siempre tenía que peinarme en el camino. Después, cuando volvía de la escuela, a veces tenía que hacer el oficio y eso me enojaba porque traía hambre. Por la tarde, si mis hermanos tenían que ir al campo yo no podía ir a jugar porque tenía que ayudar a mi mamá, ella tenía mucho trabajo.

En las temporadas de café ya comencé a trabajar en la cortan con una tía. Veníamos hasta Perquín y Jocoaitique. ¡Así es la vida!

Actualmente vivimos en Jocoaitique, que entonces era la cabecera departamental, y los domingos era el centro comercial de la región. Yo aprendí a tenerle valor al trabajo, porque mi mamá me dejó el dinero que ganaba en la corta y pude cambiar algunas cosas que no me gustaban y tomar mis propias decisiones: como comprarme los zapatos a mi gusto, algo para prenderme en el cabello, las cosas para la escuela... Fue como un gran salto en mi vida, una experiencia inolvidable.

Antes de eso era muy tímida, aunque ya había aprendido a leer y escribir, pero eso de salir y trabajar, tener autonomía y contar con mis propios ingresos me ayudó a cambiar. Seguí estudiando, ya estaba en cuarto grado cuando en el 80 se vino lo fuerte de la guerra, comenzaron los peores operativos, hubo varias masacres, asesinaron a comunidades enteras en Morazán. Yo tenía 13 años y tengo muy presente que una mañana mi mamá decidió que teníamos que irnos con todo, con los niños, porque temíamos que iba a pasar el ejército y nos iba a pasar llevando. La población ya se estaba organizando en el ERP. Mi mamá y su esposo ya estaban organizados y hacían trabajo clandestino. Ya sabíamos que había combates, vimos que habían metido fuego en la casa de un vecino.

“El ejército arrasaba con todo”

Silvia con una compa

Nos fuimos hacia la frontera con Honduras, porque la familia tenía una propiedad allí, caminamos campo a través. Fue una buena decisión, pero por poco tiempo. El ejército arrasaba con todo, estaba en el operativo “Yunque y Martillo”, y quedarse en El Salvador era peligroso. Cruzamos la frontera y llegamos a Honduras, éramos unas mil personas. Habíamos dejado atrás al esposo de mi mamá, que ya estaba organizado. Murió en un accidente con explosivos.

En Honduras nos recibieron los militares hondureños, y nos decían que podíamos volver, y el ejército salvadoreño nos prometía que si volvíamos nos iban a reconstruir las casas, pero sabíamos que eso no era cierto, a los que volvían los mataban. Como no nos dejaron pasar al refugio tuvimos que volver a donde teníamos la propiedad, era un lugar que llamaban “Las Trojas.” Pero ese lugar dejó de ser seguro y nos fuimos a unas aldeas de Concepción de Honduras y allí empezamos a trabajar para sobrevivir, mi mamá y yo. Me fui a trabajar con una señora, como muchacha de la casa, tenía que hacer de todo. Ella me decía que no me iban a pagar, pero que me iban a tener como una hija de crianza. Me decía que me iba a llevar a Tegucigalpa, pero yo no me quería separar de mi mamá y a la señora eso no le gustó. Al final se enojó y me amenazó con entregarme al ejército de Honduras, pero el esposo me llevó de nuevo con mi mamá.

Salí de esa casa y me puse a trabajar con otra familia, pero el esposo de la señora vino una noche a querer tocarme y yo, que dormía con su hija, le amenacé con gritar y despertarla, el hombre se asustó y se fue, pero ya no quise seguir trabajando allí.

No le conté a mi mamá porque me daba pena, además yo sabía que debía buscar otro trabajo porque tenía dos hermanos pequeños. Hice de todo, trabajaba en las casas vecinas para ganarnos la comida. Me tocaba aporrear el maicillo, tostar el café, todo el trabajo pesado de la cocina. A veces me salían novios, ya tenía 14 años, pero no me gustaba, yo no quería irme con ninguno, no era mi idea.

Mi mamá me apoyaba, aunque yo no le contaba mucho. Yo creo que si conseguimos sobrevivir en Concepción de Honduras fue porque encontramos gente muy solidaria. A mi mamá la acogió una familia muy buena que la ayudó mucho. Está claro que estas familias estaban ya entrenadas por el ERP y eso permitió que dieran posada a los salvadoreños. Estuvimos allí hasta que ACNUR nos pasó censando para trasladarnos a los asentamientos, a los refugios más formales.

“El Refugio fue como estar en el cielo”

Llegar al refugio fue un éxito, como estar de nuevo en familia, después de venir de un susto y que nadie te daba garantía de vida, era como estar en el cielo. Nosotros llegamos a un lugar que se llamaba Santa Anita, o algo así, al asentamiento lo llamamos “Las Vegas.” En total había como seis asentamientos, y aunque estábamos bien, después de todo lo que habíamos vivido, la represión de los soldados hondureños siempre estaba. Sus órdenes eran que allí nadie salía, ni entraba, pero de allí salía y entraba medio mundo. Entre la población, de niños, mujeres y ancianos, se movía siempre el brazo armado de la guerrilla. Aquello estaba muy organizado, había techo, comida, ropa, médicos, tiendas, talleres...Ya estaba llegando la ayuda internacional. A los jóvenes nos organizaron y yo comencé a trabajar en salud y en la cocina. Molíamos hasta un quintal de maíz para toda la colonia. Repartíamos las tortillas, la comida. Después me iba a la Clínica a curar a personas que tenían hongos, o me encargaba de dar las dosis de pastillas a los enfermos, que estaban en tratamiento, eso era ya en el año 1.982. Yo era muy inquieta y también ayudaba a mi mamá a lavar, además ayudaba en otros trabajos de la comunidad y por la tarde iba a estudiar.

No me perdía nada, estaba siempre ocupada, ya tenía 14 años. A finales del 82 me dieron la responsabilidad de la cocina de jóvenes, dábamos comida a las mujeres jóvenes que trabajaban en los talleres de cerámica, de canastos, de tejido de bambú, hojalatería... eran como cinco o seis talleres. Después, como yo tenía liderazgo, quisieron que fuese la presidenta o la coordinadora de toda la colonia. Eran más de un centenar de personas, había que hacer reuniones, coordinar todas las áreas... Pensé que era demasiada responsabilidad y que eso no era para mí, decidí que era mejor volver ya a El Salvador a incorporarme a la lucha armada. Por entonces mi mamá tuvo en el refugio un último embarazo, de mi hermana pequeña, Esmeralda.

Me quedé con ella sus primeros 40 días después del parto, y después ya tenía claro que me iba a venir, porque era muy consciente de que eso era lo que tenía que hacer. Antes de morir el esposo de mi mamá habló a los responsables del ERP por mí, y acordó que me diesen la oportunidad de acompañar a mi mamá hasta que quedase en un lugar seguro y protegida y después yo regresaría. Yo le agradezco a mi mamá porque nunca nos dijo nada y seguro que le dolió mucho que nos fuésemos. Pero se mantuvo fuerte y nos dio consejos, como que nos cuidásemos. En mi caso, como todavía no había tenido la primera regla, me contó lo que me iba a pasar y me dio unos trapitos preparados, porque entonces no había toallas, no había nada, teníamos que usar trapos viejos. Mi mamá era muy líder, y además estaba muy preparada, porque mi hermano ya estaba organizado desde los 13 años.

“Ya sabía cómo era una guerra, y no tenía miedo”

Yo sabía cómo era una guerra, ya había visto los aviones, había oído un combate, había andado en las quebradas. Todo eso era suficiente, pero en la adolescencia no tienes pánico, y yo quería estar donde estaba la mayoría. Además ya había vivido la experiencia del trabajo de misiones. Caminábamos de noche desde los campos de refugiados hasta El Salvador para dejar algunas cosas.

No sabíamos lo que cargábamos, pero era material para logística, tal vez zapatos, alimentación... Sabíamos que teníamos que cruzar un cerco militar, y siempre de noche, eso era muy peligroso era caminar toda la noche, y eso lo hice dos veces, en los oscuro, a veces debajo del agua, y eso era mucho más peligroso. Era el momento de volver, además en El Salvador estaban mis primos, mis amigos, mi hermano...

Llegué, en 1983, a una zona de Jocoaitique, al principio estuve en la cocina, pero después me pusieron a alfabetizar, porque sabía leer y escribir. Yo me sentía apenada porque era más joven que los compañeros, además sentía que ese no era mi trabajo y me volví a la cocina. Tuve mucha suerte, por eso siempre digo: “gracias diosito que me protegiste.” Tuve suerte, porque me podían haber sancionado por rechazar el trabajo que se me había asignado, aunque yo no me quedaba ociosa, siempre estaba haciendo algo. Después me sacaron a aprender las telecomunicaciones operativas. Primero aprendí el radio operativo, que era para andar en las unidades, después ya cuando te tenían más confianza pasabas a radista de zona hasta llegar a las estratégicas, que eran radios naranjas, ya con comunicaciones de zona a zona, y al exterior.

Ligerito me dieron esa confianza, aunque no me gustaba ese trabajo, pero a lo mejor valoraban mi actitud, mi responsabilidad, y eso hizo que me subiesen muy rápido, y con esas radios naranjas terminé la guerra. Ese trabajo, con las radios naranjas, me aburría porque era de estar en un lugar, un trabajo como de oficina, y a mí lo que me gustaba era estar en movimiento, con la fuerza para allá y para acá. Al principio estuve con las radios en la primera línea de fuego, y eso me gustaba, y yo quería ver, aunque no me dejaban estar en la mera primera línea. Una vez sí que tuvimos un fuego cruzado, era una avioneta que nos lanzó lo que llamábamos “unos roquetazos.”

Estuve también con un pelotón en los cerros, que había que ir de noche a poner emboscadas. Eso me gustaba, estar de noche en los cerros, caminando, imaginarse que los compas andaban por ahí abajo... ¡Eso era vivencia! no me daba miedo, era lo que más me gustaba. Mi trabajo como radista consistía en codificar los mensajes, y a veces el ejército detectaba nuestras señales, pero nos enseñaban como cambiarnos, aunque en ocasiones nos hacían guerra psicológica, y te decían “Ya te tengo vista, mamacita, voy a ir a por ti...”

Cuando me cambiaron a la radio naranja me enviaron al Norte de la Unión, eso era ya en el año 85. Tenía que estar en el puesto de mando. Pasaba horas sentada debajo de un palo, sin moverme, y además era una radio pesada, y la zona no era como Morazán, que era una zona controlada. Nos teníamos que mover entre la población, pero en la mañana podía estar el ejército y por la tarde nosotros. Nos movíamos entre Lislique, Nueva Esparta, Polorós y Monteca. Pero fue también una buena experiencia, yo nunca me frustraba, había compañeros que perdían la fe, sentían que iban a morir, pero yo pensaba que íbamos a salir, que volvería a estar con mi familia...

En La Unión me acompañé, a él lo había conocido en Honduras, en el refugio, éramos casi vecinos, pero él se vino antes que yo para El Salvador. Yo pensé que podía volver a verlo. Él estuvo con otra pareja, y yo también lo intenté con otro compañero, pero no llegamos a nada. Tal vez sea el destino, pero nos volvimos a encontrar y fue mi compañero y el papá de mis hijos. Se llamaba Antonio. Al principio de la guerra los jefes intentaron imponer una disciplina y se decidía desde la dirección si una pareja podía establecer una relación, pero cuando yo llegué ya eso había pasado y nosotros decidimos. Se intentaba que las mujeres no salieran embarazadas, y para eso estaban las unidades de salud, que te informaban, te daban anticonceptivos, pero era difícil que no ocurriese.

“Venís a luchar, venís a trabajar...”

Yo, a pesar que tomaba mis precauciones, salí embarazada. Por suerte tenía buena comunicación con los doctores y las brigadista, y ya sabía que a los tres meses de embarazo no te quitaban al niño. Yo creo que hasta en eso Dios me protegió. Tenía miedo a que me hiciesen un legrado, sabía que se lo habían hecho a muchas compañeras. Yo quería tener a mi hijo, al final fue una niña, mi hija mayor, que se llama Clelia, así que hablé con mi compañero. Roberto era su seudónimo de guerra, y acordamos no decir nada hasta que pasasen los tres meses. Me mandaron a Morazán por lo de las comunicaciones y ya le conté a una compañera y empezaron a preguntarme... al principio yo les decía que era solo un retraso, me insistían en que tenía que haberlo dicho, porque tenía información confidencial por mi trabajo como radista. Al final me hicieron un reclamo, me quitaron el arma, el reloj, y me dijeron que también le iban a reclamar a mi compañero, pero no lo hicieron.

Recuerdo un buen consejo que me dio un primo mío cuando llegué del refugio. Me dijo: “Mirá aquí toda jovencita que llega de Honduras se la come el lobo. Ligerito se acompañan con ella y luego ellos se van para otra zona y si sales embarazada un mes después te vas para Honduras. ¡Venís a luchar, venís a trabajar! y si no, no te tomo en cuenta como familia.” Fue como un padre, nada de paños tibios, fueron palabras fuertes, pero lo agradecí. La verdad es que yo ya me había concienciado en ese sentido, no era amante de tener sexo, no me preocupaba el sexo. Yo entonces no me había enamorado, y los compas te respetaban, nunca tuve problema alguno de acoso. A mí lo que me gustaba era bailar, y eso que a veces teníamos que caminar horas para ir a bailar a Perquín con los Torogocez. Era una terapia increíble, eso levantaba a los muertos. Tardábamos hasta tres horas para llegar desde Torola a Perquín. Nos quedábamos bailando toda la noche y bajábamos al día siguiente, yo creo que la música es musicoterapia, era emocionante.

Yo logré mantenerme desde el 83 al 87 sin salir embarazada, creo que las actitudes positivas ayudan, aunque las mujeres siempre pueden ser violadas o engañadas. Pienso que dios nos protege, y la mayoría de veces siento que también es de estar con mucha actitud positiva. A los 4 meses de embarazo me enviaron para Honduras con la orden de volver a los seis meses de tener al bebé, pero yo no sabía que estaban preparando la ofensiva del 89. Cuando llegué a los campamentos no había condiciones de alimento para mi hija, había bastante represión por parte del ejército hondureño, y además tenía que cuidarme porque estaba ilegal, secuestraban y había que hacer guardias, tanto hombres como mujeres. Volví al año, a pesar de lo que me habían dicho. En total estuve con mi hija un año.

“Yo elegí tener tierra”

Salimos a la Ofensiva y yo me quedé como radista con el radio naranja, estaba en una casa con una familia. Era una casa donde se guardaba dinero, armas... pero yo no lo sabía. Me enteré años más tarde. Fue impresionante volver a esa casa 23 años después, era una lugar que estaba cerca de San Miguel, que se llamaba Comacarán. Hasta allí llegaba el mando, que era Andrés, yo era su radista, y por la tarde salíamos los dos al campo. En la base donde estábamos cayó la fuerza y tuvimos que marcharnos, porque se quemó, la identificó el enemigo. Tal vez por irresponsabilidad de algún compa. También fue difícil porque teníamos a nuestro cargo a los heridos, que estaban cerca de allí, y cuando se dio el asalto tuvimos que abandonarlos. Tuvimos que marcharnos y regresar al norte de la Unión, yo estaba tranquila, pero veía la decepción de los compas y el desánimo. Después conseguí un permiso y me regresé a Morazán hasta la entrega a UNOSAL, y el proceso de desmovilización. Cuando se firmaron los Acuerdos de Paz pude legalizar hasta el noveno grado, después, cuando ya tenía a mis dos hijos, saqué el bachillerato a distancia. Mi hijo Rudis nació en 1.993, después de la desmovilización. Con el proceso de paz nos dieron opciones de seguir estudiando, capacitarnos para servicios y negocios o tierra. Yo elegí tener tierra, y estoy contenta porque eso me permitió capacitarme en la cuestión agropecuaria y acceder a un crédito. Nosotros seguimos luchando y por eso tuvimos esos beneficios, nos organizamos en las cooperativas y tuvimos que convencer a los dueños de la tierra para que nos vendiesen, porque como éramos exguerrilleros no nos querían vender. Mi hijo Rudis nació en 1993, después de la desmovilización y cuando ingresé a la organización cooperativa siempre lo andaba llevando. Ese año con un grupo de mujeres y hombres excombatientes fundamos la Cooperativa El Gigante, que ya tiene 23 años. Con mi esposo trabajamos con ganado, con gallinas ponedoras, pollos de engorde, tuvimos una granja de cerdos, y hasta hortalizas. Ahora trabajamos en la apicultura, ese sigue siendo el negocio familiar, que iniciamos en el 98. Un año antes, en 1997, participé en un encuentro de mujeres Cooperativistas, en Alemania, y eso fue un gran salto en mi aprendizaje. Me ayudó a tener mayor conciencia como mujer, aprendí muchas cosas que no sabía de mi país y de mi misma. Hoy la tierra y la casa están a mi nombre.

“En la guerra hombres y mujeres valíamos igual”

Silvia en su casa, Jocoatique

De la guerra lo más importante que se consiguió es que había valores: respeto, solidaridad e igualdad entre los compas. Se hizo un esfuerzo integrado, aunque no se trabajaba la equidad de género, pero allí todos y todas valíamos igual. El M-16 lo podía andar un hombre o una mujer, el radio naranja también... En todas las áreas había hombres y mujeres. Incluso uno de mis hermanos, de los pequeños, que vino en el 86 estuvo en una formación de jóvenes, de las fuerzas especiales, que llamaban “los Samuelitos” él sobrevivió, pero casi todos murieron, en esa formación también había “Samuelitas.”A él lo hirieron y yo ni cuenta me di, porque yo estaba en La Unión. Y lo mismo pasó con otro de mis hermanos que también hirieron, pero ese decidió que se iba con mi mamá, lo sancionaron pero se fue. A uno le hirieron en El Tigre y al otro en El Cacahuatique. ¡La verdad es que es increíble la capacidad que tiene el ser humano de hacer muchas cosas por defender la vida! Y eso me parece lo más importante, todavía pienso que eso es lo más bonito.

Hoy la verdad es que las mujeres, después de la guerra, volvemos a estar discriminadas, y por eso yo he luchado y me he estresado. En las Cooperativas somos las mujeres las que más trabajamos y a las que menos se nos reconoce. Aunque, a pesar de todo, después de los Acuerdos de Paz, que nos incorporamos a las Cooperativas, se creó otro escenario de aprendizaje, de liderazgo, de cooperativista, de emprendedurismo. Un montón de cosas que me ha permitido ahorita ver los resultados a través de mi hija, Clelia. Ella es, hoy, una profesional, que estudió contaduría pública, pero que llevaba a la par la apicultura. No todos los contadores son capaces de llevar un negocio a la escala de tener producto, defenderlo y venderlo. Y eso lo aprendió en la casa, fue un aprendizaje de familia. Mi hijo, Rudis, también defendió su primer trabajo con la importancia de las abejas. Estudió técnico en gastronomía y pedagogía para dar clases. Clelia también trabajó en turismo, con la iniciativa de “El Mirador.” Rudis da clases en el tecnológico, y es responsable de “El Mirador”, de la iniciativa del restaurante. Todo eso es un ejemplo muy claro de que aprendimos mucho y hemos transformado, aunque eso no se mida.

Agradezco los apoyos que hemos tenidos, para crear la Federación de Cooperativas del Norte de Morazán contamos con el esfuerzo del padre Rogelio. Hemos tenido también el apoyo de Carmen Bros, apoyada por la Iglesia de Palo Alto. Ella se encargó de conseguir becas y ha sido como una madre para esta zona.

Aquí hay una juventud que está trabajando y esperamos que los jóvenes continúen con la cooperativa, aunque de momento no se dan las condiciones. Lo bueno es que hemos sacado a nuestros hijos adelante, con préstamos de Palo Alto que vamos pagando, pero mis hijos no han tenido que emigrar, y no tienen remesas. Mi esposo murió en Febrero de 2.019, se llamaba Modesto Antonio Amaya Vigil, su seudónimo, en la guerra, era Roberto. Tuvo que enfrentar la pérdida de cinco hermanos. Durante la guerra fue herido, dañado de la columna, y la crisis psicológica, como consecuencia de todo ese dolor, le llevó al alcoholismo. Y en esa situación crecieron Clelia y Rudis, para mí fue difícil, pero pude sacar adelante a mis hijos. Y en su enfermedad estuve en las buenas y en las malas. Me siento agradecida con mi ser, por tantos éxitos recibidos, él logró morir en paz, con mi persona, con Clelia y Rudis.

Yo vivo de vender mi producto y solicitando préstamos. Saqué adelante a mis hijos y estoy acostumbrada a buscarme la vida, he aprendido y ahí voy, caminando. Mis hijos conocen mi historia, siempre les he contado.