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Nací el 6 de octubre de 1953. Mi madre se llama María Isabel Martínez. Nací en poder de mis abuelos. Ellos se llaman Elena Argueta y Alberto Martínez. Cuando yo tenía tres años mi mamá se acompañó, pero yo seguía con mis abue­los. De seis años me mandaron a la escuela. Repasé varios años primero y segun­do, pues no querían mandarme a la escuela del pueblo ya que tenía que ir solita. A los 10 años fui a la escuela de San Fernando. Con dos de mis primos estudia­ba hasta tercer grado. Cuando cumplí 11 años ya no quisieron que fuera y me mandaron a Torola a mantener mozos para la milpa. Me enseñaron la doctrina cristiana. Mi abuela se sentaba con un lazo frente a mí para que aprendiera. Mi abuelo sabía rezar el rosario. Entrando a la adolescencia, yo ya sabía el rosario. De 18 años ya sabía costurar pantalones y vestidos.

A mí siempre me ha gustado trabajar. Cuando era joven costuraba. Me le­vantaba de mañana para hacer todo el oficio de la cocina en la casa. Molía para todo el día. Me tocaba quebrar maíz en la piedra. Jalaba agua. Barría. Lavaba los trastes. Molía para doce personas. Haciendo un vestido, a las ocho de la noche lo tenía terminado. Ganaba tres colones por un vestido. Por un pantalón, ganaba tres cincuenta. Era bien barato el trabajo. En las temporadas de las milpas me iba con mi abuela para El Progreso de Torola a mantenerlos a ellos y a los mozos porque siempre hacíamos milpa. Las cocinas eran de piedra de talpuja. Estaban en el suelo porque eran móviles, batallábamos un poquito.

De 14 años conocí a Heriberto, pero no me pensaba acompañar. Como él tra­bajaba por otros lados, nos veíamos a los dos meses. Yo no le ponía atención porque no estábamos en un solo puesto. Dejé de tener novio, pues tener novio es una cosa y acompañarse es otra. De 19 años pensé diferente. Conocí más o menos qué clase de persona era. Conocí que genio tenía. Mis abuelos eso me decían. Cuando uno quiere hacer las cosas como los padres quieren, se necesita hacer caso lo que le decían a uno. De 20 años me mandaron a pedir. En febrero del año 1973, como más o menos sabíamos que ellos estaban de acuerdo que me casara con él, ellos dijeron que sí, estaban de acuerdo. Nos casarnos en marzo, un viernes de Dolores, en San Fernando. Hicimos fiesta. El casamiento civil fue primero y como a los ocho días nos casamos por la Iglesia. Bailamos toda la noche a lo pobre. Pues cuando una quiere a la persona, aunque sea bonita o fea o sea pobre, con tal no tenga mala fama, es suficiente.

Estuvimos con los suegros un año. Hacía todo el oficio de la cocina. Al hom­bre le tocaba estar como mozo y una de mujer como molendera. Al año me aparté. En ese año nació el primer de mis hijos. Una piensa, al acompañarse, que todo lo va a tener. No es así. Se va a sufrir más. Ya no es como cuando estaba soltera. Pensaba que, faltando mis abuelos, cómo le iba hacer yo sola. Una de 20 años ya sabe más o menos lo que va a ser para siempre. Aunque pobres, vivíamos bien. Nada más trabajando siempre lo mismo, como cuando estaba con mis abuelos. Íbamos a Torola para hacer milpa. Mantenía 12 mozos y, como siempre, les ayudaba a los padres de Heriberto en el mantenimiento. Pero como yo todo lo tomaba por bien, nunca dije nada. Así estuvimos trabajando hasta 1979. En ese año ya se oían rumores de la guerra. Nos dijeron que no podíamos trabajar allí.

En el 80 estábamos en Nahuaterique. Se veían los aviones bombardeando. En enero nos venimos al Volcancillo de Perquín porque en Nahuaterique se veía que se encontraba la Fuerza Armada con los compas. Cuando uno es pobre tiene que luchar para pasar la vida. En octubre de ese año ya tenía cuatro niños. El último estaba tiernito. Hilario estaba de 15 días cuando perdimos todo lo que teníamos en la casa. Quedamos sin ningún guacal. Los compas estaban allí. Entre ellos murieron bastantes, incluyendo dos primos míos. En esos días había muerto una tía que se llamaba Mercedes. La mataron los soldados. Fue una muerte muy triste. Le cortaron las piernas poco a poco. La mataron solo por la mala infor­mación que le cosía a los compas. Como en esos tiempos nadie podía decir nada, aunque no fueran verdad las cosas. Siempre en medio de los bombardeos de allí nos veníamos para el Volcancillo.

Por el 82 fue la toma de Perquín. Los compas nos sacaron de las casas. No nos llevamos nada, solo los niños y una ropita para segunda mudada, ni almuer­zo para llevar. Decían que los soldados ya venían. Salimos a las siete de la mañana. Cuando íbamos por los montes, los helicópteros andaban volando enci­ma de nosotros. Iba con nosotros el compa Rosario Ventura que era de San Fernando. Llegamos a las 4:00 de la tarde a La Tejera, pues íbamos despacio porque oíamos los aviones venir, nos decían que nos metiéramos a los montes. Por gracia de Dios, llegamos bien. Allí estaba un primo de nosotros. Nos dijo que quedáramos allí. Él nos dio todo para el mantenimiento. A los 15 días nos dieron lugar que fuéramos a la casa a traer que comer. Estábamos entre medio de los compas y la Fuerza Armada. Nos fuimos 22 días para el Rancho Quemado. Después regresamos a Nahuaterique. A los dos días llegó Heriberto a traernos porque ya estaba la Fuerza Armada en Perquín. Nos venimos para San Fernando. Estuvimos 15 días. De allí fuimos siempre para el Volcancillo.

En el 83 nos fuimos para Colomoncagua. Estuvimos en el Llano Verde de Colomoncagua. Como no quisimos el refugio, trabajamos duramente. Hicimos la milpa y yo siempre trabajaba para criar a la familia. Allí fui a aprender hacer loza para vender. Hacía tamales para ir a vender en Colomoncagua. También vendía tortillas. Traíamos guineos, pan para los niños y otras cositas con el poquito dinero que me quedaba de la venta. Pues el tamal era a 50 centavos. Las ollas también eran baratas. El lempira como que no abundaba. El jornal, cuando íbamos a trabajar ajeno, lo pagaban a 150 de lempira al día. Como siempre, pagábamos mensualmente en la migración cinco lempiras por persona, y éramos cinco adultos. En diciembre nos regresamos nuevamente a El Salvador porque el otro país no es lo mismo para vivir. Cuando venimos ya nos habían quemado la casa que habíamos hecho.

En el 84 empezamos a participar en reuniones y luego nos separamos con el compañero de vida porque ya se hacían las tareas de los compas. En el 85 estu­vimos en Peña Hueca con mi abuelo, siempre moliendo para la casa, que eran 12, y para los compas. Molía una arroba de maíz. En 87 éramos siete familias.

En el 88 lidiaba con tres niños, dos gemelas y un ahijado que me habían regalado. A los tres les daba pacha. Me dijeron que no les diera pecho porque no lo iba a aguantar el pecho. También lidiando con mi abuelo que estaba enfermo. Éramos doce por todos. Entre ellos estaba un tío mío. A los 22 días me tocó moler para los de la Fuerza Armada. Después nos fuimos para San Fernando. Molíamos para 40 compas. En ese año sufrimos un gran bombardeo de la Fuerza Armada un día entero. Pasamos sin comer nada. Las bombas cayeron como a una distancia de 50 metros de la casa. Nos rodearon cinco bombas de 50 libras. No mirábamos de la humazón adentro de la casa.

Cuando estaba en Peña Hueca estuve preparando almuerzo para 22 niños desnutridos. Mirian nos dio un fondo para hacerles refrigerio una vez por se­mana.

En el 90 nos fuimos para San Fernando. Molíamos para todos los compas. En el 91 nació mi último hijo. Él. tenía seis meses cuando empecé a trabajar en la costura. En 91 empecé a apoyar a CEBES. Iba a las reuniones con las madres. Estábamos en el proyecto de costura. Me pagaban 300 colones. Enseñaba a hacer pantalones, faldas, blusas y vestidos por seis meses. Para ir a las reuniones en Perquín me tocaba levantarme a la 1:00 de la mañana para moler y dejarles la comida a todos que quedaban en la casa. Me tocaba hacer un gran esfuerzo. Luego empecé a dar catequesis a los niños.

En el año 96 empecé a trabajar en el proyecto de hortalizas que nos ha dado Padre Rogelio con Carmen Elena. Iniciamos un pequeñito grupo colectivo.

Aunque con dificultades siempre estoy trabajando. Ya tengo dos años y medio hasta ahora. También estoy apoyando la clínica. Peso a los niños desnutridos. Yo hago el esfuerzo. Pues aquí es dura la vida. Ya que criar a diez de familia no es fácil. La familia cuesta bastante. La riqueza del pobre en el Salvador son los hijos. Mi compañero de vida atiende varias reuniones. No le queda mucho tiem­po de trabajar. Pero gracia de Dios todos están conmigo en la casa. Cuando están pequeños es una cosa y cuando crecen es otra. Me ha costado bastante criar a toda la familia en tiempos de la guerra por preocupación de una cosa y otra. No faltaba quien me soplara el oído. Yo me fijaba en los ejemplos que veía en las mujeres solas, como pasaban batallando con los niños sin padre.

Estamos contando el cuento. Más que tenemos un Dios, porque agradecemos al Padre Rogelio y a los que lo rodean que siempre nos han apoyado en cada dificultad. Estábamos en guerra y no hemos perdido nuestra fe.