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Ignacio Martín-Baró.

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Nació el 7 de noviembre de 1942, en Valladolid (España). Entró en el noviciado de la Compañía de Jesús de Orduña, el 28 de septiembre de 1959. Después, sus superiores lo trasladaron al noviciado de Villagarcía y de ahí lo enviaron al de Santa Tecla, en El Salvador, donde hizo su segundo año de noviciado. Concluido éste a finales de septiembre de 1961, salió para Quito, donde estudió humanidades clásicas, en la Universidad Católica; pero en 1962, lo encontramos en la Universidad Javeriana, en Santafé de Bogotá, donde estudió filosofía. Dos años después obtuvo el bachillerato en filosofía y al año siguiente, en 1965, la licenciatura en filosofía y letras.

En 1966, Martín-Baró interrumpió sus estudios, tal como es usual en la formación de los jesuitas, y fue destinado al Colegio Externado, en el cual fue profesor e inspector durante dos años; sin embargo, en 1967, dio algunas clases en la UCA. Ese mismo año fue enviado a estudiar teología en Frankfurt, pero poco después se trasladó a Lovaina. Obtuvo el bachillerato en teología en Eegenhoven, en 1970. El último de los cuatro años de teología lo hizo en San Salvador. El regreso de Martín-Baró fue parte del esfuerzo de Ellacuría por traer a Centroamérica la formación de los estudiantes jesuitas.

Ya durante su estancia en Santafé de Bogotá se sintió atraído por la psicología y se dedicó a leer todo lo que encontró sobre el tema. Al concluir su cuarto año de teología en San Salvador, Martín-Baró continuó sus estudios de psicología, esta vez de forma sistemática, en la UCA. En 1975 obtuvo la licenciatura. Entre 1972 y 1976 fue profesor de psicología, un decano de estudiantes muy popular y miembro del Consejo Superior Universitario. Entre 1971 y 1974 fue jefe del Consejo de Redacción de ECA y entre 1975 y 1976 fue su director. En esta época, Martín-Baró escribió sobre un abanico amplio y ecléctico de materias, desde el último Premio Nóbel de literatura hasta James Bond, desde el machismo hasta la marihuana. En 1971 y 1972 fue profesor de psicología de la Escuela Nacional de Enfermería, en Santa Ana.

Insatisfecho con la licenciatura en psicología, Martín-Baró optó por la especialización en Estados Unidos. En 1977 obtuvo la Maestría en Ciencias Sociales en Chicago University. Dos años más tarde, en 1979, recibió el título de doctor en psicología social y organizativa en la misma universidad. En la tesis de maestría trató de las actitudes sociales y los conflictos grupales en El Salvador y en la de doctorado, sobre la densidad demográfica de las clases populares salvadoreñas. Sus compañeros de universidad lo recuerdan como alguien dedicado completamente a sus estudios y ansioso por recibir noticias frescas de El Salvador.

Terminados los estudios de postgrado, regresó a San Salvador y a la UCA, donde reanudó su actividad docente. Desde 1981 fue Vicerrector Académico y miembro de la Junta de Directores. En 1989, al dividirse la Vicerrectoría Académica, pasó a ser Vicerrector de Postgrados y en Director de Investigaciones. En 1982, la Junta de Directores lo designó jefe del Departamento de Psicología. En 1986, fundó y dirigió el Instituto Universitario de Opinión Pública. Además, fue miembro del Consejo Editorial de UCA Editores y de los consejos de redacción de las revistas ECA, Revista de Psicología de El Salvador y Polémica (Costa Rica). Fue profesor invitado de la Universidad Central de Venezuela, de la Universidad de Zulia (Maracaibo), de la Universidad de Puerto Rico (Río Piedras), de la Universidad Javeriana de Santafé de Bogotá, de la Universidad Complutense y de la Universidad de Costa Rica. Era miembro de la American Psychological Association y de la Sociedad de Psicología de El Salvador; asimismo, era vicepresidente para México, Centroamérica y el Caribe de la Sociedad Interamericana de Psicología.

Todo esto significa que Martín-Baró mantuvo una comunicación intensa y variada con sus colegas y varias prestigiosas instituciones de educación superior. Siempre les hacía sugerencias útiles, les enviaba material, les ofrecía ayuda y los animaba a publicar sus trabajos importantes. Creía que las asociaciones de psicólogos debían promover redes de comunicación y cooperación docente, de investigación y práctica profesional alrededor del mundo.

La vida de Ignacio Martín-Baró –o “Nacho” como era conocido comúnmente por sus amigos más cercanos- puede sintetizarse diciendo que fue escritor, maestro, universitario y pastor. Tenía una pluma fácil y un lenguaje exquisito. Cultivó mucho la lengua castellana. Sus escritos eran agudos e inteligentes. Publicó once libros y una larga lista de artículos y comentarios de carácter científico y cultural, en diversas revistas latinoamericanas y estadounidenses. Por lo general, tenía varios artículos pendientes. En la década de los ochenta, sin embargo, en su bibliografía predomina ya la psicología social. A quienes le solicitaban contribuciones, les pedía que lo esperaran, pues le costaba negarse. Era feliz escribiendo en la computadora y sobre todo elaborando gráficas. Gozaba mucho cuando descubría una opción nueva en la máquina o cuando instalaba un nuevo programa en ella. Cuidó mucho sus propias publicaciones y también las de otros, cuando éstas estuvieron bajo su responsabilidad de editor o jefe de redacción. Corregía las pruebas personalmente y era muy raro que se le escapara una errata; de la misma manera, cuidaba mucho las referencias bibliográficas de sus escritos.

Regresando a las raíces históricas de la psicología, Martín-Baró argumentaba que “la conciencia no es simplemente el ámbito privado del saber y sentir subjetivo de los individuos sino, sobre todo, aquel ámbito donde cada persona encuentra el impacto reflejo de su ser y de su hacer en la sociedad, donde asume y elabora un saber sobre sí mismo y sobre la realidad que le permite ser alguien, tener una identidad personal y social”. Comprendida de esta manera, la conciencia humana es, en lo esencial, psicosocial e ininteligible sin referencia a la realidad que la circunda y la define –al menos de manera parcial. Según Martín-Baró, en el psicólogo recae la tarea de ayudar a esta conciencia humana a tener una comprensión mayor de su identidad personal y social.

Martín-Baró retomó el concepto “concientización”, acuñado por Paulo Freire, para caracterizar esta tarea fundamental de la psicología social. Freire llamó concientización al proceso por el cual los oprimidos latinoamericanos se alfabetizaron, a través de una relación dialéctica con el mundo circundante. “Alfabetizarse es sobre todo aprender a leer la realidad circundante y a escribir la propia historia”, explicaba Martín-Baró. Pero para los oprimidos latinoamericanos es un proceso que implica una transformación personal y social, comprendida en el concepto “liberación”.

El servicio a las mayorías populares debía comenzar con un diagnóstico psicológico de la guerra, sufrida de manera directa por los pobres, independientemente del ejército en el cual se encontrasen. Las víctimas eran bajas o a veces comunidades enteras forzadas a abandonar sus hogares para huir al exilio o buscar refugio en territorio salvadoreño. Martín-Baró encontró que la guerra se caracterizaba por la violencia, la polarización y la mentira institucionalizada. Lo mejor que cada lado tenía que ofrecer había sido destruido por el enemigo respectivo, “la razón es desplazada por la agresión, y el análisis ponderado de los problemas es sustituido por los operativos militares”.

Martín-Baró advirtió sobre la división de la sociedad por una especie de “espejo ético”, que hizo que ambos lados se contemplasen como “ellos” y “nosotros”, “los buenos” y “los malos”. Cada grupo estaba separado por un abismo insalvable, en el cual no cabía el sentido común. La mentira ocultaba estas realidades y al mismo tiempo reforzaba la idea que la única solución a la violencia era más violencia: “casi sin darnos cuenta nos hemos acostumbrado a que los organismos institucionales sean precisamente lo contrario de lo que les da la razón de ser: quienes deben velar por la seguridad se han convertido en la fuente principal de la inseguridad, los encargados de la justicia amparan el abuso y la injusticia, los llamados a orientar y dirigir son los primeros en engañar y manipular”.

A Martín-Baró no le pasó desapercibido el cambio de la naturaleza de la guerra sucia a la psicológica, ocurrido a mediados de la década de los ochenta; sin embargo, encontró que no había mayor diferencia entre una y otra. Aun cuando durante el gobierno de Duarte el perfil de la violencia cambió, el nivel de la polarización disminuyó –en su mayor parte por cansancio y desilusión ante las posturas extremas- y el ocultamiento sistemático de la realidad experimentó una transformación obvia, la guerra seguía siendo tan destructiva como antes.

En el prólogo de Acción e ideología (1983), Martín-Baró describió con bastante exactitud las dificultades y el privilegio del quehacer académico, en un país en guerra como El Salvador. Ahí explicó que esas páginas habían sido “escritas en el calor de los acontecimientos, en medio de un cateo policial al propio hogar, tras el asesinado de algún colega o bajo el impacto físico y moral de la bomba que ha destruido la oficina donde se trabaja. Estas vivencias [...] permiten adentrarse en el mundo de los oprimidos, sentir un poco más de cerca la experiencia de quienes cargan sobre sus espaldas de clase siglos de opresión y hoy intentan emerger a una historia nueva. Hay verdades que sólo desde el sufrimiento o desde la atalaya crítica de las situaciones es posible descubrir”.

Martín-Baró fue un maestro de varias generaciones de psicólogos salvadoreños. Sus primeras clases en la UCA, a comienzos de los setenta, las convirtió en lo que fue su primer libro, Psicodiagnóstico de América Latina (1972). Siguieron otros textos destinados a las aulas universitarias, también escritos al calor de la docencia. En ellos integró la psicología social tradicional en el contexto de la guerra civil salvadoreña. En ellos sostenía que la psicología debía enfrentar los problemas nacionales y, por lo tanto, debía ser desarrollada desde las condiciones sociales existentes y las aspiraciones históricas de las mayorías populares. Invitaba a sus estudiantes a analizar el comportamiento humano en su contexto. En sus clases y escritos rechazó la postura cómoda, pero falsa, de una psicología imparcial. En su lugar, enseñó una psicología comprometida críticamente con los diferentes proyectos alternativos de sociedad que en ese entonces había en América Latina. Demostró poseer una habilidad especial para integrar teorías diversas y cuestionar creencias establecidas. Su agudeza le facilitaba relacionar conceptos aparentemente contradictorios. Desde el potencial desideologizador de la psicología social cuestionó los modelos teóricos principales de la psicología, a los cuales consideró inadecuados para enfrentar situaciones de violencia colectiva como las que se vivía en El Salvador.


Una de sus preocupaciones principales era proporcionar a sus estudiantes una visión objetiva y amplia del mundo. De ahí que insistiera en la necesidad de universalizar la psicología e informar a los psicólogos de realidades diferentes a las suyas. Consecuente con este planteamiento, al regresar de sus viajes compartía con sus estudiantes lo que había observado, hablado y aprendido, relacionando lo observado fuera con la realidad salvadoreña.

Sus estudiantes lo recuerdan con cariño, pero también como un profesor exigente, en particular en los exámenes. Los obligaba a leer distintos autores, a investigar y a participar en clase. Las primeras generaciones de psicólogos lo recuerdan como amigo de bromas y amplia camaradería; las últimas generaciones ya no conocieron esta faceta, sino que se encontraron con un Martín-Baró serio y grave, agobiado por la situación del país y las responsabilidades que llevaba sobre sus hombros. Las primeras generaciones recuerdan cómo durante la clase iba tomando los lápices y bolígrafos de los estudiantes y los iba repartiendo de manera desordenada; al salir del aula, éstos debían identificar el paradero de sus lápices y bolígrafos con los demás compañeros.

Martín-Baró fue profesor de rituales muy acentuados. Se presentaba en el aula con un paraguas tipo inglés y con un elegante maletín, del cual sólo extraía el libro de texto. Los viernes se despedía con un invariable “mis estimados estudiantes tengan todos ustedes un feliz fin de semana”. En los festivales organizados por los estudiantes de psicología era el primero en soltar sonoras carcajadas y en sonrojarse hasta las orejas cuando llegaba el momento de imitar a los profesores. En dos de esos festivales cantó la misma canción. Pero en privado, sobre todo antes de la guerra, tocaba la guitarra en las reuniones de colegas y amigos de la UCA. En estas veladas no podían faltar ni su música, ni su voz. Después, sólo lo hacía entre sus feligreses de la parroquia rural de Jayaque, en los fines de semana. Padrino de muchas promociones de psicólogos, los recuerdos fotográficos, enmarcados de manera meticulosa, colgaban en orden riguroso, de las paredes de su oficina.

El Instituto Universitario de Opinión Pública de la UCA está estrechamente vinculado a Ignacio Martín-Baró. A Ellacuría le gustaba bromear con él sobre sus orígenes. Decía que la idea había sido suya. Solía contar que estando sentado en un avión, se puso a pensar qué faltaba en el arsenal de la UCA. Entonces cayó en la cuenta que todos hablaban del pueblo –los partidos políticos, el ejército, la izquierda y la UCA misma-, pero nadie le preguntaba qué pensaba en realidad. En consecuencia, la UCA debía utilizar sus recursos para preguntar al pueblo salvadoreño qué pensaba. En este punto, a Ellacuría le gustaba citar a Mao, quien decía que quien no hacía encuestas no debiera hablar. Pero si la idea original fue suya o de Martín-Baró –tal como este insistía, por otro lado-, no cabe duda alguna a quién se debe el desarrollo y el perfil del Instituto.

Para Martín-Baró, las encuestas de opinión pública eran un contrapeso eficaz para la exagerada ideologización de la vida nacional, tanto por la información que proporcionaban a la sociedad como por la facilidad con la cual ésta podía comprenderse. Bajo la dirección de Martín-Baró, desde julio de 1986 hasta su muerte, el Instituto Universitario de Opinión Pública hizo veintitrés encuestas entre la población metropolitana, urbana y rural, sobre temas que comprendieron desde el diálogo y la negociación hasta la salud, la religión y las elecciones próximas. A los encuestadores, según explicó Martín-Baró, “les tocó enfrentar grandes soles y grandes aguaceros, soportar con una sonrisa los rechazos destemplados y hasta los insultos personales; han atravesado puentes militarizados y cruzado zonas minadas; han aguantado largos interrogatorios de retenes militares y hasta amenazas a su vida por miembros de las defensas civiles de algunos cantones”. En corto tiempo, el Instituto Universitario de Opinión Pública se convirtió en uno de los medios de mayor impacto de la proyección social. Su objetividad quedó demostrada cuando fue acusado tanto de pertenecer al FMLN como a ARENA. En el momento de su muerte, Martín-Baró preparaba un programa de cinco minutos diarios en una estación de televisión.

Las encuestas del Instituto Universitario de Opinión Pública, conducidas con gran rigor por Martín-Baró, proporcionaron a la sociedad salvadoreña lo que su director llamó el “espejo social”, en el cual la población podía ver reflejada su propia imagen, mientras avanzaba en la construcción de su mundo. Así, quien en mayo de 1988 dudaba, por miedo comprensible, de si estaba o no de acuerdo con la solución negociada del conflicto armado, pudo darse cuenta de que más del 40 por ciento también lo estaba. Martín-Baró comparaba el impacto de las encuestas de opinión con el de las homilías de Mons. Romero. Las dos se caracterizaban por su pureza y autoridad. Al igual que las homilías de Mons. Romero, “las encuestas de opinión pública pueden ser una manera de devolver la voz a los pueblos oprimidos”. Es un instrumento que “al reflejar con verdad y sentido la experiencia popular, abre la conciencia al sentido de una nueva verdad histórica por construir”.

Con todo, El Salvador no estaba acostumbrado a la cultura de la encuesta. La población desconfiaba de los encuestadores y muchas veces se negaba a responder e incluso los recibía con insultos. Los resultados eran recibidos con desconfianza por el orden establecido y los ataques de quienes se consideraban maltratados o en desventaja no se hacían esperar. Al preguntar por las raíces de la guerra, el Instituto fue objeto de fuertes críticas y de la ira por parte de la extrema derecha. Al dar a conocer el fuerte apoyo popular al diálogo y la negociación, los ataques se repitieron. La prueba de fuego del Instituto Universitario de Opinión Pública fueron las elecciones legislativas de 1988 y las presidenciales de 1989. El Instituto proyectó con exactitud asombrosa el resultado de ambas elecciones. Las primeras encuestas daban como ganador a ARENA. El Partido Demócrata Cristiano, en ese entonces en el poder, y algunos medios de comunicación social atacaron ferozmente al Instituto e intentaron desprestigiarlo. Al final, la realidad confirmó la objetividad de las proyecciones.

Martín-Baró era sumamente cauteloso con los resultados de las encuestas. Nunca los sobredimensionó; siempre trató de contextualizarlos e interpretarlos. Editaba personalmente los informes con los resultados de las encuestas; estas ediciones son un ejemplo de nitidez y buen gusto. Los informes de las encuestas principales de 1987 y 1988 fueron publicados por UCA Editores, en dos volúmenes. Tampoco puso en peligro a los encuestadores –ni a los encuestados. Reclutó y entrenó un equipo de encuestadores y supervisores de campo, el cual llegó a identificarse con sus ideales y principios; compartieron con él su pasión por registrar la respuesta de cada uno de los estratos sociales. El obstáculo más grande que encontró fue el miedo generalizado. “La gente oculta sus sentimientos políticos reales, incluso en su propia casa”, comentó. Y luego agregó que ningún lugar era seguro para expresar lo que en realidad se pensaba, ni siquiera la oficina del psicólogo. El paciente no confiaba en el terapista hasta no estar seguro de sus ideas políticas. Y había razones de sobra para sentir temor. Varios hombres armados no identificados se llevaron el vehículo del Instituto y con él, varios centenares de papeletas llenas de la última encuesta que dirigió.

En 1988, Martín-Baró y otros colegas de Centroamérica, México y Estados Unidos establecieron el Programa Centroamericano de Opinión Pública, por el cual diferentes institutos universitarios dedicados a esta labor se unieron en un proyecto común. Martín-Baró estaba preocupado por el abuso que los gobiernos y ciertas firmas comerciales hacían de las encuestas. Bajo su dirección, el programa elaboró un código profesional de prácticas. En los últimos meses de su vida, dirigió la elaboración de los informes del estudio político más grande hecho hasta entonces en Centroamérica. Se trataba de cuatro mil entrevistas en profundidad, hechas en El Salvador, Costa Rica y Nicaragua. Estaba organizando además una comisión internacional de académicos para monitorear y evaluar las encuestas pre-electorales de Nicaragua.

A Martín-Baró la UCA le debe mucho. Siempre ocupó un cargo administrativo alto. En los últimos tres años se quejó con frecuencia de la rutina administrativa y en algunas ocasiones, probablemente cuando se sentía más cansado, amenazó con renunciar. De él dependía, en último término, la calidad académica de la universidad en cuanto Vicerrector de esta área. No sólo se ocupaba de las contrataciones de docentes, sino que, a veces, supervisaba personalmente el desempeño de los docentes en las aulas y ponía mucha atención a las evaluaciones que de los estudiantes. Al observar que algunos docentes no cumplían con las horas contratadas, comenzó a visitarlos en sus oficinas con cierta regularidad. Aunque algunos percibían estos controles como policíacos –y él lo sabía-, más le molestaba la falta de seriedad y la irresponsabilidad. Con algunos hablaba; a otros les enviaba notas con sus observaciones. Pero siempre se esforzó por ser considerado y prudente.

Marín-Baró fue delicado con las personas. Felicitaba por teléfono a los docentes el día de su cumpleaños; si podía, los visitaba en su oficina para darles un abrazo. Lo mismo hacía cuando fallecía algún familiar de un empleado de la universidad. Recibía a muchos visitantes extranjeros, interesados en conocer la realidad del país y el papel de la UCA. Los periodistas lo asediaban, solicitando entrevistas, las cuales aumentaron en los últimos años. Cultivó muchas amistades dentro y fuera de la UCA. Había ordenado los nombres, las direcciones y los teléfonos de sus amigos y conocidos por país, de tal manera que cuando salía, se llevaba la lista correspondientes. Solía regresar con muchas fotografías de sus actividades y encuentros en el exterior.

Martín-Baró era muy ordenado en sus cosas. Su oficina estaba llena de libros, carpetas y papeles, pero sabía dónde encontrar cada cosa. Sus libros estaban subrayados con colores diversos y anotados. Encuadernaba casi todo lo que caía en sus manos. En su comunidad, sus compañeros jesuitas le gastaban bromas sobre estas manías, pero el respondía que era la mejor forma para preservar las revistas y los documentos. Cuando él faltara, su biblioteca pasaría a la UCA, por lo tanto, en realidad, estaba ahorrando trabajo y tiempo. Y así fue.

El orden, sin duda, le facilitó desarrollar una labor polifacética. Tenía tiempo para casi todo. Era el primero en llegar a la UCA, pero su horario era agobiante: estaba en su oficina a las cinco y media de la mañana y trabajaba hasta las ocho de la noche, con una breve pausa a medio día. La tensión que producía vivir en condiciones de guerra continua y trabajar catorce o quince horas diarias, día tras día, año tras año, tuvo un costo elevado y real para Martín-Baró. Las horas de insomnio podía llenarlas con la lectura o la radio, pero era inevitable que contribuyeran a deteriorar su salud. Sufrió de la espalda y de un brazo. Este último le fue intervenido quirúrgicamente. Sin embargo, ninguno de estos malestares interrumpió su trabajo. Con cierta frecuencia, se levantaba del escritorio para hacer unos cuantos ejercicios que le permitieran continuar trabajando. Poco antes de morir, tuvo neumonía. Al principio no le prestó mucha atención, tanto que el médico y el superior de la comunidad se vieron obligados a ordenarle quedarse en la cama.

Su único respiro era la parroquia de Jayaque, la cual atendía los fines de semana. Jayaque era una parroquia rural, a unos treinta kilómetros de San Salvador. Los estudiantes que lo acompañaban aseguran que “su cara se encendía al entrar en el auto para ir allá. Era como si dejaba atrás al cerebral Nacho en la UCA. Allá todo era amor y felicidad”. Antes de prestar sus servicios sacerdotales en Jayaque, colaboró en la colonia Zacamil de San Salvador, donde no había sacerdote, a comienzos de la década de los ochenta. Cuando hubo quien atendiera a sus habitantes, buscó otro sitio donde prestar sus servicios los fines de semana y así encontró la parroquia de Jayaque. Comenzó atendiendo un cantón, pero acabó siendo el responsable de toda la parroquia, el último año de su vida.


Entre la gente sencilla y pobre, Martín-Baró experimentaba un cambio notable. Se volvía alegre, reía mucho y se mostraba cariñoso, sobre todo con los niños. Alegraba las reuniones y fiestas con su guitarra y su voz. Siempre tenía dulces para repartir entre niños y niñas. Consiguió una imagen de la virgen para la ermita, donde celebraba, y material de construcción para un puente. A sus estudiantes de la UCA les pedía algunas cosas para la parroquia –dulces, galletas, juguetes e incluso un altar. Con el dinero que le daban en sus viajes adquiría otras cosas también necesarias -pintura, madera, clavos, etc.- e incluso ayudaba a algunos de sus feligreses más necesitados. Cada cierto tiempo organizaba con ellos cursillos y paseos. Durante su última enfermedad, bastantes feligreses lo visitaron en su casa y también en su oficina, y le llevaron tamales, guineos, verduras de toda clase y atole. Encontraron que su última homilía había sido lúcida, como si de alguna manera hubiera previsto lo que iba a suceder.

En uno de sus últimos escritos, Martín-Baró describió cómo sería manejado su propio asesinato, “ante todo se trata de crear una versión oficial de los hechos, una ‘historia oficial’, que ignora aspectos cruciales de la realidad, distorsiona otros e incluso falsea o inventa otros. Esta historia oficial se impone a través de un despliegue propagandístico intenso y muy agresivo, al que respalda incluso poniendo en juego todo el peso de los más altos cargos oficiales [...] Cuando por cualquier circunstancia aparecen a la luz pública hechos que contradicen frontalmente la ‘historia oficial’, se tira alrededor de ellos ‘un cordón sanitario’ [...] que los relega a un rápido olvido [...] La expresión pública de la realidad [...] y, sobre todo, el desenmascaramiento de la historia oficial [...] son consideradas actividades ‘subversivas’ –y en realidad lo son, ya que subvierten el orden de mentira establecido. Se llega así a la paradoja de que quien se atreve a nombrar la realidad o a denunciar los atropellos se convierte por lo menos en reo de la justicia”. En febrero de 1989, Martín-Baró comenzó a hablar de un ambiente en el cual prevalecía “la posibilidad de ser asesinado cualquier día y la posibilidad de verse envuelto en un choque violento en cualquier momento”.

Una de las llamadas telefónicas que los jesuitas pudieron hacer en la noche del 15 de noviembre fue la que Martín-Baró hizo a su hermana Alicia, en Valladolid. Ella lo oyó distante y sereno, pero asustado. Sin embargo, se sintió muy aliviada por haber escuchado su voz. A la mañana siguiente, Alicia contó a sus compañeras de trabajo lo feliz que estaba por haber podido hablar con él y saber que estaba bien. Le había explicado que estaban virtualmente rodeados por el ejército: “Espera, escucha, escucha, ¿oyes como suenan las bombas?”. Entonces, Alicia le preguntó: “Nacho, ¿cuándo se va a arreglar eso?”. Y él le respondió: “Oh, oh, tiene que haber muchas muertes, muchas muertes todavía”.