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En una pequeña aldea perdida entre las montañas, había una casita muy coqueta en la que vivía una mujer que se dedicaba en cuerpo y alma a cuidar a su querido bebé.

El chiquitín era una auténtica monada. Tenía el pelo rubio, las mejillas regordetas y sonrosadas, y cuando sonreía, enseñaba dos dientecillos blancos como dos copitos de nieve. Era tan bonito y tan dulce que a su mamá se le caía la baba y se pasaba horas mirándole.

¡Se sentía tan feliz a su lado!… Cada día le alimentaba con mucho mimo para que creciera sano y fuerte. Después de comer, le ponía el pijama para que estuviera calentito y le acunaba al son de las nanas más dulces. En cuanto el pequeñín se dormía, cerraba las contraventanas para que no le molestara la luz y aprovechaba ese ratito de tranquilidad para hacer las tareas del hogar, como recoger agua de la fuente, pelar patatas o blanquear la ropa al sol.

Pero un día de abril, algo tremendo sucedió: unos duendecillos bromistas se colaron en el cuarto del bebé, saltaron dentro de la cunita y se lo llevaron. En su lugar, colocaron sobre el colchón un monstruo feísimo de cabeza enorme y ojos saltones como los de un sapo gigante.

Cuando al cabo de un rato la buena mujer acudió a despertar a su hijito, se llevó las manos a la cara y un grito aterrador salió de su boca.

– ¡Oh, qué horror! ¿Qué es este ser horrible? ¿Dónde está mi niño?

Desesperada, comenzó a buscar por toda la habitación, pero no había nadie ¡Parecía que se lo había tragado la tierra! Sólo se oían los gruñidos del espantoso monstruo que pataleaba entre las sábanas con la mirada fija en el techo.

Salió de allí enloquecida y corrió a casa de la vecina para pedirle ayuda.

– ¡Socorro! ¡María, María, ábreme la puerta!

La vecina abrió el cerrojo y vio a la pobre muchacha llorando y haciendo aspavientos.

– ¿Qué pasa? ¡Tranquilízate y cuéntame qué sucede!

– ¡Es horrible, María! ¡Alguien ha raptado a mi pequeño!

– ¿Pero qué dices? En este pueblo sólo vive gente buena y respetable ¡Nadie haría una cosa así!

– ¡Te digo que mi hijo ya no está! Dormía en su cuna y cuando fui a por él, había desaparecido ¡Alguien le raptó y dejó en su lugar un monstruo, un ser espantoso y repugnante!

La vecina puso cara de circunstancias y empezó a atar cabos.

– Creo que ya lo entiendo todo… Esto es cosa de los duendes del bosque ¡Siempre están gastando bromas pesadas y de mal gusto! Te diré lo que vas a hacer para recuperar a tu hijo.

–  ¡Sí, por favor, ayúdame!

–  Tranquila, es sencillo. Escúchame atentamente. Coge al monstruo, llévalo a la cocina y siéntalo en una sillita cerca de la chimenea. Después, enciéndela, pon un cazo de agua al fuego, y cuando hierva, echa dentro dos cáscaras de huevo.

–  Pero… ¿Para qué? ¡Suena absurdo!

–  ¡No lo es! Eso hará le hará reír y llamará la atención de los duendes. En menos que canta un gallo, aparecerán en tu casa, ya lo verás.

–  Pero María…

–  ¡Venga, venga, no pierdas tiempo y haz lo que te digo!

La madre regresó a la casa pensando que el remedio de su vecina era la tontería más grande que había escuchado en toda su vida, pero no tenía más opción que intentarlo.

Subió de dos en dos los escalones que llevaban a la habitación de su hijo y agarró al monstruo tratando de no mirarlo de lo feo que era. Después, lo sentó en una silla pequeña y lo sujetó con una correa para evitar que se cayera. Encendió la chimenea, cogió dos huevos, tiró las claras y las yemas, y puso las cáscaras vacías a hervir en una pequeña vasija de metal. En silencio, la mujer se escondió debajo de una mesa a esperar.

De repente, el monstruito, que no se había perdido ni un detalle de tan rara operación, gritó:

–  ¡Como el bosque más antiguo, igual soy yo de viejo, pero en la vida vi a nadie, hervir en agua una cáscara de huevo!

Y acto seguido, comenzó a reírse a mandíbula batiente.

–  ¡Ja ja ja! ¡Ja ja ja! ¡Ay, qué gracioso es esto! ¡Me parto de risa!

Sus carcajadas eran tan exageradas que atravesaron la puerta de la casa y retumbaron en el bosque. Por supuesto, el eco llegó a oídos de los duendes y reconocieron la voz del monstruo. Como la vecina había previsto, no tardaron en salir de sus refugios muertos de curiosidad ¡Estaban como locos por ver qué cosa tan divertida le producía esas risotadas!

Cruzaron el jardín, treparon por las ventanas, y a través del cristal vieron al monstruito, sentado en una silla partiéndose de risa. Los duendes se contagiaron y también empezaron a reír sin parar.

¡No había dudas! Ese monstruo era muchísimo más divertido que el niño, que no hacía más que comer, dormir  y llorar de vez en cuando. Ni cortos ni perezosos, se colaron por la rendija de debajo de la puerta, y dieron el cambiazo: se llevaron al monstruo y dejaron al aburrido bebé humano en la cuna.

En cuanto se acabó el revuelo, la madre se abalanzó sobre su chiquitín para comérselo a besos ¡Qué alegría! ¡La idea había funcionado!

Y así fue cómo, gracias a un extraño truco, la mujer de esta historia recuperó a su amado hijo. Los duendecillos del bosque, por su parte, no volvieron a aparecer por la aldea y se quedaron para siempre con el feo pero simpático monstruito que tanto les hacía reír.