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Claudia Pérez

Revisión del 14:27 17 may 2021 de David (discusión | contribuciones) (Creación de Pagína)
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Me llamo Claudia Pérez Pérez. Nací el 18 de febrero de 1964 en el caserío Guachipilín Agua Blanca, del municipio de Cacaopera del Departamento de Morazán. Mis padres son Buenaventura Pérez y Eleuteria Pérez. Soy la primera hija de la familia que estaba formada por cuatro miembros: tres mujeres y un varón. Mi hermano murió en el año 1992. Su nombre era Santos Tito Pérez. Murió a los 15 años. Participó como miliciano en el proceso revolucionario. Las causas que originaron su muerte las desconocemos.

En cuanto al momento de mi casamiento y mi desarrollo fue muy crítico. Tengo mucho que contar. Cuando yo era niña, crecí junto a mis padres. Eran muy estrictos y delicados con la familia. En la medida que fui creciendo y ya tenía uso de razón, se me obligaba a incorporarme a los oficios de la casa y a las tareas del campo. Yo no me consideraba con edad suficiente para dirigir los ofi­cios de la casa: preparar la comida para dar de comer a los mozos que hacían la milpa y los molidos de caña y sacaban el henequén. En cuanto a mi trabajo en el campo, tenía que pastar ganado, llevar la leña para el consumo de la casa y final­mente trabajaba muy duro en la elaboración de artesanía (hamacas, redes, y lazos). La mayor parte de mi tiempo era cuidar la casa y a mis hermanitas.

Puedo decir con mucha seguridad que para mí era una vida en crecimiento con mucha esclavitud. En ciertas ocasiones recibía castigos muy crueles por mi papá o mi mamá. Ellos tenían las mismas condiciones para castigar y, en ese sen­tido, me sentía obligada a trabajar muy duramente para hacer dinero y así ayu­dar a mis padres, ya que ellos descendían de familias muy pobres. Con mi tra­bajo ayudaba al mantenimiento de la casa. Así fueron pasando mis primeros años. Tenía ya la edad para ir a la escuela, pero no tuve esa oportunidad ya que mis padres no le daban importancia a la escuela.

Mi papá decía que uno no se mantenía de letras. "Uno se mantiene, se viste, se calza y si quiere darse gustos será trabajando, no yendo a la escuela". Pasó mi tiempo para haber aprendido a leer y escribir. Ahora me doy cuenta de lo que me perdí. Sé que es muy tarde para mí. Cuando tenía 12 años en lo único que par­ticipaba era en las actividades religiosas de la comunidad, pues era la obligación para los niños y niñas estar en la catequesis todos los domingos, participar en la Celebración de la Palabra de Dios e ir a las misas. Esta era una exigencia de muchos padres para uno: no faltar los domingos en la ermita de la comunidad.

A pesar de que no sabía leer ni escribir, cada domingo que pasaba, me iba dando cuenta que la catequesis se trataba de aprender un montón de oraciones sin mucho sentido. Eso sí era muy agradable para mi papá. Para mí era todo lo contrario, ya que no lograba entender muchas cosas. El catequista se dedicaba a enseñar oraciones y oraciones sin mayor contenido. Lo bueno y excelente para el sacerdote era que, cuando una hacía la Primera Comunión, rezara un montón de oraciones tradicionales de memoria. Pero muy poco hablaban del compro­miso de los cristianos en cuanto a su propia vida.

Cuando yo tenía 15 años, había jóvenes que tenían la buena intención de platicar conmigo y que fuéramos novios. Esos eran los momentos más delicados para una mujer. Si los papás decidían que una tenía novio, tenía que ser de su agrado y aunque una no los quisiera en ciertos casos, eran cosas obligadas para una mujer. Estos casos los pude experimentar en otras amigas mías o personas de mi misma familia.

En el año de 1978, aproximadamente, no me acuerdo con exactitud la fecha, sufrí un duro golpe en mi familia. Murió mi padre, y quedó un gran vacío en el hogar. Para mí se volvió más difícil mi vida porque, como no hay hermanos hombres para que vean los trabajos que mi papá dejó en el campo, yo soy la que asumo el compromiso de dirigirlos, ordenando a los mozos qué hacer. Así pasaron aproximadamente dos años.

En 1980 cumplí 16 años. Aparecían unos movimientos de grupos de hombres armados en mi caserío. Nosotros y muchos de las familias no sabíamos lo que estaba pasando en el país. Empezamos a extrañarnos de esos grupos. Los veíamos como grupos extraños. Un día, apareció por nuestra casa un familiar de mi mamá. Yo me encontraba sola. Mi mamá andaba buscando comida para nosotros. Con la falta de mi papá, ya había una gran escasez en la casa. Ya no era como cuando él estaba. Teníamos el maíz, maicillo, frijoles, dulce y hasta vacas que daban leche. Todo eso había terminado.

Mi mamá era la que tenía que buscar la comida para la familia. Entonces llegó nuestro familiar y me comenzó a contar toda la situación que se vivía en El Salvador. Me dijo que la Fuerza Armada había comenzado a matar gente y que la población tuvo que organizarse para defenderse de la represión que iba a lanzar el gobierno en todos los pueblos y en especial a todos los campesinos. Me dijo que el que se organice tendría que unirse a los compas que andaban luchan­do en contra de la injusticia que se vivía en este país. Dijo que las familias orga­nizadas tendrían apoyo por la misma organización y las familias que no se orga­nizaran, tendrían que irse a los poblados o a la ciudad. Dijo que hay que estar claros.

Tuvimos que definirnos a qué lado nos íbamos a quedar. Me hizo una adver­tencia, que por el momento había que tener estas pláticas en gran cuidado y saber a quiénes se las vamos a contar, por cuestión de seguridad. Muchas veces ni a nuestros papás, no confiábamos en ellos. También dijo: "Cuando ustedes vean pasar estos grupos que dicen que ven pasar, no les tengan miedo.

Ya que son personas de nuestro mismo caserío. Son hermanos pobres igual que nosotros". Al final de la plática pasó al punto más fregado. Me dijo que las mujeres tam­bién tienen que organizarse, las muchachas y jóvenes hay que ir a un lugar que se llama campamento para hacer las tortillas a los compas. En ese momento apareció mi mamá y cortamos la plática. Pero como mi mamá ya se daba cuen­ta donde andaba él, es decir su familiar, pensó muy maliciosamente: "¡Qué andará haciendo por mi casa!" Cuando él se fue, yo le platiqué un poco lo que me había platicado y también de lo que nos podía suceder a las familias que no nos organizamos.

Así pasaron los días. Luego apareció la Policía de Hacienda y soldados de Joateca buscando algunas familias del caserío. A los pocos días después, empecé a dar participación en los campamentos, realizando turnos de servicio. Luego regresaba a mi casa. Así me mantuve por un tiempo. En la medida que la repre­sión era más fuerte por la Fuerza Armada, muchos nos tuvimos que definir e incorporarnos definitivamente.

Mientras nuestras familias buscaban refugio en Colomoncagua, Honduras, y otras familias salían huyendo para otros pueblos y ciudades, yo ya no era sola­mente cocinera, sino que pasé a la preparación militar. Me mantuve seis años en las áreas militares. Estando en los campamentos me acompañé y luego tuve mi primer hijo. Estando de ocho días de nacido, el papá de mi hijo cayó en un com­bate a finales de 1984, en el norte del departamento de La Unión, en un lugar conocido como el Cerro del Zopilote. Un poco más tarde me volví a acompañar y luego salí nuevamente embarazada.

Con un hijo más se me hizo imposible continuar mi vida en los campamen­tos. Me proponían ir a los refugios. Eso no fue de mi agrado. Me quedé a vivir en la zona bajo control por el FMLN. Trabajé para dar de comer a mi pequeña hija. Fue una experiencia muy crítica para mí. Soy yo la que hizo milpa. Hay días que no tenía los alimentos para mi hija, mucho menos para mí. Como mujer, este fue un período muy duro para mí. Yo estaba muy consciente de mi partici­pación. Era muy importante en mi país y no tanto en los refugios. Quiero dejar bien claro que estos son datos de mis primeras experiencias de mi juventud.

Ahora voy a hablar de mi participación estando en la población, sobre el papel que sigo desempeñando como mujer, una cosa que tiene mucho que ver con las comunidades cristianas. En el caserío del cantón Calavera, nos encon­tramos varias familias desplazadas. A pesar de la guerra que existía en esa zona, había un trabajo pastoral. Había un equipo pastoral conducido por el compañero Isaías y un compañero de San Salvador conocido como Foncho. Me gustó mucho el trabajo pastoral. A pesar que no sé leer y escribir, entiendo que mi aporte es muy importante.

En estos momentos se sugería en la comunidad un movimiento cristiano con el nombre de Congregación de Madres Cristianas, organizadas solo por señoras ancianas y mujeres que teníamos niños, ya que las mujeres jóvenes estaban en otras tareas. Cuando conocieron mi decisión de trabajo, me comenzaron a asig­nar responsabilidades, como ir a San Salvador para hacer un trabajo de misio­nera. Mi niña estaba muy enferma y era toda mi cobertura para evadir el paso en todos los retenes militares. "¡Bajarse todos en el bus! —dijo el oficial—, menos las mujeres paridas". En la bolsa de los pañales llevaba mis panes franceses con fri­joles molidos y en el medio de los panes con frijoles llevaba un correo a San Salvador y las zonas de la guerra.

Así trabajaba por mucho tiempo, hasta llegar al final de la guerra y se fir­maron los acuerdos de paz. Conocí a muchos amigos salvadoreños e interna­cionales.

También les quiero contar que, por mi experiencia en el trabajo, fui electa para ir a una escuela de formación en Nicaragua. Esto fue en 1990. Al irme para Nicaragua ya estaba acompañada con el compañero Isaías. En la escuela encon­tré al Padre PedroLeclerk a quien habían conocido trabajando en Morazán, jun­tos con Padre Rogelio Poncel, Miguel Ventura, Esteban Velázquez y a muchos hermanos catequistas. En la escuela en Nicaragua fui admiración para el grupo, porque siendo una mujer que no sabía leer, fui electa para esa escuela. En la medida que iba avanzando el trabajo, el grupo de compañeros se empezaron a dar cuenta de quién era yo. En un primer momento fuí la primera en aportar y esa situación les hizo pensar. En esta escuela aprendí mucho sobre el compartir como comunidad y al regreso a mi país tenía que compartir mi experiencia en la comunidad.

También a mi regreso ya no me quedé en el refugio. Mi compañero Isaías fue trasladado a la zona de Perquín, y decidí a trasladarme también. Allí es donde ahora hago mi vida en familia y en hogar. A todo lo anterior, quiero explicar que tanto yo como mi compañero fuimos desmovilizados por el FMLN. Toda esta situación no nos permitió tener derecho a ningún crédito ni prestaciones. Empezamos a formar hogar en una situación muy difícil. Caso por el cual no podemos mejorar nuestra situación de vida económica. Pero les digo que, a pesar de todo, he logrado aprender mucho: cultivar el campo, artesanías.

Hoy vivo en la comunidad El Ocotillo, del municipio de San Fernando, Morazán. Estoy integrada al trabajo de la comunidad, siempre integrada a un pequeño equipo pastoral. Soy coordinadora de una comunidad hermana que tenemos con Lowell, Estado Unidos. Soy miembra de un grupo de mujeres en Perquín. Todo lo último que he logrado aprender, le agradezco muchísimo a los hermanos de las Comunidades Eclesiales de Base (CEBES), como son Carmen Elena, Asención Ruíz y, sin ningún momento olvidar por quien vivimos los áni­mos de la fe, al Padre Rogelio Poncel.

Tengo seis hijos, pero siempre me siento muy animada a aportarle en lo que pueda a las comunidades. Pues para mí no hay mejor experiencia acumulada y aprendida. Lo que he conocido y aprendido es a través de mi participación en las Comunidades Eclesiales de Base, es decir la Iglesia de los pobres, la Iglesia de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, la Iglesia de los héroes y mártires de El Salvador. Finalmente, solo quiero decir que lo que he dicho es una parte de mi historia, y si alguien lee lo poco que he tratado de narrar sobre mi vida como mujer, que sea un ejemplo útil para quien conozca de mi poca experiencia.

Quiero decir algo sobre la historia de tantas mujeres que he conocido vivien­do la misma situación que a mí me ha tocado vivir. Como he dicho en esta parte anterior, somos las mujeres más pobres, marginadas y esclavizadas. Somos las que, a partir de los primeros años de la década 1990, nos hemos empezado a reunir y tener algunas capacitaciones. Reflexionamos sobre nuestra vida, muy especialmente sobre cómo las mujeres de nuestro país somos maltratadas y mar­ginadas, y por qué no decir, muy esclavizadas, y no solamente por nuestros esposos o compañeros de vida.

Yo creo que aquí en Centroamérica y América Latina, la gran mayoría de las mujeres somos marginadas y muy esclavizadas por el mismo Estado. Los go­biernos permiten leyes para que sean autorizados los prostíbulos. Las mujeres, por la misma pobreza y por no encontrar fuentes de trabajo, nos vemos obli­gadas a convertir nuestro propio cuerpo en una fuente de negocio, para dar de comer a nuestros hijos.

Las mujeres que ya tenemos tiempo de estar reunidas y platicamos temas de reflexión, consideramos que solamente estando organizadas podemos lograr cambiar nuestro sistema de vida, muy especialmente en las comunidades de nuestro país.

El Salvador es un país pequeño, pero con un alto porcentaje de mujeres uti­lizadas. Es decir, las mujeres de nuestra sociedad somos utilizadas para amas de casa y parir un montón de niños. Es en ese caso donde las mujeres nos convertimos en solo ciudadanas de la casa, para hacer las tortillas y ser niñeras en nuestro pro­pio hogar. En la mayoría de los casos el esposo es libre para salir a donde mejor le convenga. Las mujeres somos desvalorizadas. No se nos reconoce nuestros propios valores, que las mujeres somos capaces de desempeñar cualquier función o dar aportes de nuestras ideas en cualquier reunión, que seamos respetadas como seres humanos y no que nos trate como cualquier objeto. Pues las mujeres somos capaces de desempeñar y realizar cualquier tipo de trabajo igual que los hombres.

En este caso quiero hablar un poco de mi experiencia. No sé leer ni escribir. Pero les digo que tengo capacidad para hacer cualquier cosa. Yo manejo muy bien las herramientas para la producción. Hago trabajos manuales. Trabajo en artesanías: hamacas, redes y lazos. Hago el tiempo para participar en cualquier reunión, ya sea en una capacitación y también hago tiempo para evangelizar. Me reúno en mi comunidad y aporto ideas muy valiosas a mi gente. Otra forma de evangelizar para mí es compartir el trabajo que voy aprendiendo. Yo les digo que para mí hace un tiempo lo único que sabía era hacer las hamacas; pero hoy me considero que soy una mujer que he logrado desarrollar mis capacidades y me considero ser una mujer útil a mi comunidad y, por qué no decir, a una nueva sociedad por la que muchas mujeres luchamos.

Hay momentos difíciles para una. Pero cuando una está consciente de lo que realiza, no existe barrera que le obstaculice el camino. Hay que estar claras que la fuerza no la sacamos de la naturaleza. Nuestra fuerza la organizamos de ese Espíritu de Dios y la fe que tenemos para vivir unidos en comunidad. Estos fueron los sueños de muchos hermanos y hermanas que dieron su vida y que ya ni están con nosotros en persona, pero viven en nuestra historia. Esos héroes y mártires dieron su vida para que hoy nosotras como mujeres reclamemos nues­tros derechos y liberarnos de un sistema de opresión y miseria.

La sociedad en la que vivimos, a mí me hace pensar en un hecho bien impor­tante y que hay que tomarlo muy en cuenta: es que las mujeres que tenemos que cambiar este sistema de vida somos las mujeres que vivimos marginadas y no las mujeres de la alta sociedad.

Las mujeres que tienen una vida de acomodamiento no sufren el dolor que nosotras muchas veces sufrimos cuando nuestros compañeros nos abandonan y quedamos a sufrir para dar de comer a nuestros hijos y a irnos a la ciudad para conseguir trabajo. Las grandes mujeres ricachonas nos ponen un montón de condiciones para poder trabajar, y es así como nos explotan en el trabajo. Nos dan un salario miserable. Nos despiden al momento que les da la voluntad de hacerlo. Como conclusión de todo esto salimos muriendo poco a poco, afectadas por el maltrato en el trabajo.

Quiero finalizar lo poco que entiendo de nuestra historia, haciendo una su­gerencia a cualquier tipo de organización que lean e interpreten nuestro trabajo, ya sea grupos de mujeres o cualquier movimiento que trabaja en defensa del tra­bajo de las mujeres a, que nos apoyen en todo lo que sea posible: quizá en primer lugar en capacitaciones sobre la vida que viven las mujeres en otros países donde no hay tanta opresión como en El Salvador.

Concluyo diciendo que para mí hay signos de esperanza y que nosotras como mujeres poco a poco vamos dando pasos a nuevos momentos para ser de todas nosotras un nuevo Morazán, donde nuestros hijos e hijas sean diferentes a nosotros.