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Amelia Sáenz.

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Mi esposo murió en la explosión de una mina”

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Ya en el 80 se vino la guerra y tuvimos que huir porque comenzaron las masacres, mi esposo ya estaba organizado en el ERP. Salimos con todos los hijos. Silvia, que era la mayor, tenía 13 años. Tuvimos que caminar de noche, éramos mucha gente, pero al llegar a Honduras no nos dejaron llegar hasta el refugio. Nos quedamos en un lugar de la frontera que se llamaba “Las Trojas”, teníamos allí una propiedad, pero el ejército hondureño nos decía que volviésemos a nuestra tierra, sabíamos que si volvíamos nos matarían, sabíamos de las masacres que estaba cometiendo el ejército salvadoreño, lo llamaban “Yunque y martillo.” Poco después nos tuvimos que marchar de “Las Trojas” porque también se convirtió en un lugar peligroso y nos fuimos a un lugar que se llamaba Concepción, ya en territorio hondureño. Allí encontramos a gente buena que nos ayudó. Silvia y yo trabajamos mucho para sobrevivir con todos los niños. Mi hija Silvia trabajaba con una familia y yo también iba a lavar. Ella hacía de todo, aporreaba maicillo, lavaba, limpiaba... Yo todavía tenía un niño de pacha. Entonces Silvia tendría 14 años. Ganaba muy poco, ocho lempiras, y yo la ayudaba cuando salían los patrones. Yo dejaba a los niños en una posada y me los cuidaban. Mi esposo se quedó en la guerra, y nunca volví a verlo porque murió en la explosión de una mina. Nos lo contaron mucho tiempo después.


Tres de mis hijos participaron en la guerra”

Después ya nos ayudaron los internacionales de ACNUR y pudimos llegar al refugio, y eso ya fue una gran liberación para nosotros. Allí no había nada, pero ya estábamos más seguras. La mayoría éramos mujeres con niños, y ancianos y ancianas. Cuando llegamos no había ni tiendas de campaña, al principio nos instalaron unos canopis y con plásticos para dormir. No teníamos ni cobijas, ni frazadas, nada de nada. Poco a poco ya empezó a llegar más gente y se fueron formando los campamentos. Allí salí embarazada de mi hija más joven, que se llama Esmeralda.

Tres de mis hijos participaron en la guerra. Silvia se fue con 15, pero el más pequeño tenía 12 cuando se lo llevaron y el otro tenía 16. Ya te decían que tenían que colaborar porque la lucha los necesitaba, y no podías hacer nada. Había gente que se iba a Canadá, pero la mayoría no teníamos esa oportunidad, y yo pues tuve que dejarlos ir. Gracias a dios todos sobrevivieron, y conseguimos reencontrarnos cuando volví de Honduras. A unos de ellos lo hirieron, pero está bien. Uno estuvo en las Fuerzas Especiales, los otros dos fueron radistas. Yo en Colomoncagua era coordinadora de cocina, y era un trabajo muy duro porque teníamos que hacer de todo. Al principio el ejército de Honduras patrullaba por el campamento y a veces sacaban gente y se los llevaban, registraban todo lo que teníamos, en busca de armas, de explosivos...Mataban gente, y siempre estábamos con el temor a que nos sacasen, o nos matasen, a veces desaparecía gente.

Poco a poco construimos de todo, teníamos talleres de zapatos, de ropa, de carpintería... La vida de allá fue bien bonita, había solidaridad, era una vida comunitaria. El regreso fue terrible, vinimos andando, y anduvimos de noche, y hubo balaceras. Nosotros decidimos venirnos, a pesar de que la guerra no había terminado, porque ya era demasiado tiempo fuera de nuestra tierra, y como éramos mucho agarramos valor. Y nos encontramos sin nada y tuvimos que empezar de nuevo, aunque por lo menos traíamos parte de los materiales de allá. En Colomoncagua yo tuve una niña, pero el papá no se hizo cargo, y yo me vine con cuatro hijos pequeños. Como todavía seguía la guerra, a veces escuchábamos los aviones, había balaceras...

Me quedé huérfana con 8 años”

Cuando llegamos me tocó hacer milpa porque no teníamos ningún medio de vida, y ya no teníamos la ayuda internacional. Hicimos una champita en Los Quebrachos y cerca hacíamos la milpa. Vivíamos con muy poco, hasta que se firmaron los acuerdos de paz, y volvieron mi hijos. Se desmovilizaron y con la tierra que les dieron ya construimos acá, en Jocoatique, y ahora todos vivimos en este lugar, cerca unos de otros. Lo que sentí es que mi esposo ya no estaba conmigo, aunque al menos mis hijos sobrevivieron, y eso me ayudó a llevar su muerte. Yo tuve también una infancia difícil, me quedé huérfana con 8 años. Mi mamá murió de un parto. Yo fui la mayor de cuatro hermanos y me tenía que levantar a la 1 de la madrugada a moler, limpiar, costurar, y después me iba de noche sola a la milpa a llevar comida a todos los mozos. Mis hermanos hacían milpa y yo les hacía la comida. Yo no tuve infancia, aunque a veces me juntaba con otras niñas del Caserío y entonces tenía oportunidad de jugar. Mi abuela me enseñó el oficio, ella cuidó a toda mi familia, y cuando me acompañé me fui de la casa se quedó con ella Silvia, mi hija mayor, que tendría como 8 años. Silvia se quería venir conmigo,pero no podíamos dejar sola a la abuela. A Silvia le tocó pesado como a mí, tenía que hacer el oficio. Yo, a pesar de todo, pude aprender a leer cuando ya era más mayor. Yo estoy bien, mis hijos me ayudan, uno de mis nietos vive conmigo, tengo algunos problemas de salud, y tengo dolores, pero tengo un buen médico y he mejorado bastante. Yo creo que la guerra no cambió nada para los pobres, seguimos igual, tan pobres como antes. Lo que mejoró fue que las mujeres tienen más derechos que antes de la guerra. Y se logró que la izquierda llegase al gobierno.

Cuatro Generaciones