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Virginia Luna Argueta.

Revisión del 01:27 26 oct 2020 de David (discusión | contribuciones)
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“Me marché de casa a los 15 años”

Virginia con su hija, Dina y su esposo, Beto

Yo nací el 12 de Octubre de 1936, en Meanguera. Mis padres se dedicaban al mezcal, de eso vivía casi toda la gente en esos tiempos, y también del ganado. Nosotros éramos cuatro hermanas y vivíamos en Cerro Pando. Yo no sé si los papás nos querían, pero trataban mejor a los animales que a los niños. Tal vez porque sacaban más beneficio de los animales. Nosotras no teníamos zapatos, íbamos con un vestidito bien remendadito, no nos compraban ropa, ni lo más necesario. Ya a los 4 años yo cuidaba el ganado, aunque mis padres no eran muy pobres tampoco tenían nada más que para la supervivencia, pero los niños teníamos que hacer de todo. Ya a los 15 años no aguanté más tanto trabajo y sin decírselo a nadie, ni a mi mamá, me marché de la casa. Y me fui bien golpeada de la cara, porque yo tenía una ternerita y ya era vaca. Un día mi mamá me dijo que me levantase de la cama para amarrar a la vaca, pero yo tenía frío y llovía y como no me quise levantar me pegó con una vara y me reventó la cara y los brazos. Yo tenía ya la menstruación y de esa paliza se me retiró, durante seis meses no la tuve.

Yo me fui de la casa con una prima y nos fuimos hasta San Miguel en bus, nunca había llegado hasta allá, sólo conocía Gotera. Allí nos buscamos trabajo haciendo el oficio, mi prima consiguió trabajo en la casa de al lado donde yo estaba. Pero yo sólo estuve  un mes porque trabajaba mucho y me daban muy mal de comer, además me pagaban muy poco.

Me encontré a una señora en un almacén del mercado y le pedí trabajo, me ofreció diez pesos, el doble que lo que me pagaba la otra, y estuve allí seis años. Me pusieron a estudiar, hice primero y segundo grado. Yo estaba muy agradecida porque yo no sabía leer y escribir, pero la señora era muy desconfiada y me decía que le robaba comida y yo no robaba nada. Después me enfermé de sarampión, que se me fue para dentro y ella me puso una enfermera. Me pagaron el mes como si hubiese trabajado porque un médico la regañó por no cuidarme. Como agradecimiento les hice una hamaca, que les gustó mucho. Ya después de esos seis años me fui a San Salvador y encontré trabajo para atender el teléfono de una farmacia y era también ama de llaves, era mucha responsabilidad, pero yo podía, ya tenía 24 años.

“Yo no quería que mis hijos tuviesen la misma vida que yo”

En esos años volvía a ver a mi mamá y en uno de esos viajes conocí a mi esposo, que era de Meanguera. Nos casamos en el año 60 y nos quedamos a vivir en Meanguera. Tuvimos seis hijos, y ellos, como yo esperaba, ya pudieron ir a la escuela. Como yo había aprendido a coser, me conseguía trabajos como sastra, pero también hacía tamales. Mi esposo era albañil y conseguía sus trabajitos.

Yo no quería que mis hijos tuviesen la misma vida que yo, y mi esposo y yo nos preocupábamos para que tuviesen zapatos, que fuesen bien vestidos, que comiesen, y que fuesen a la escuela. Uno de mis hijos es maestro, y mi hija es enfermera, trabaja aquí en San Luis, en el Centro de Salud. Mi hijo, el profesor, lleva ya muchos años en Estados Unidos. Cuando ellos empezaron a crecer había veces que no teníamos nada más que para frijolitos, y mi esposo y mis hijos, muchas veces, tuvieron que ir a la corta de café.

A primeros de los años 70 volví a San Salvador a trabajar en una casa, porque ya no nos ajustaba. Teníamos ya cuatro hijos, y la pequeña tenía 2 años, pero después mi esposo me dijo que me quedase con los cipotes, que todavía eran muy pequeños. Al poco tiempo tuve a mi hija Daniela, que nació en el año 1.973. A mi última hija la tuve en el 80, cuando ya comenzaron las masacres y tuvimos que irnos de la casa, Nos fuimos a la Guacamaya con la guerrilla.

Tres de los hijos ya estaban organizados y nosotros tuvimos que irnos, porque además estaban “los orejas”, que los llamaban. Teníamos que movernos de un lado a otro, con los más pequeños, Daniel tenía 5 años y Arely tenía 9, ella después fue brigadista. Yo estaba embarazada cuando nos fuimos a la Guacamaya, por los montes.

“Los compas nos amenazaron con quemarnos la casa”

Cuando llegamos a Colomoncagua nos encontramos que no había nada. Recuerdo que murió mucha gente de un animalito que era una algarrobita, te mordía y morías. Poco a poco comenzamos a organizarnos, y ya fuimos construyendo un lugar en el que vivir. Me involucré en la sastrería y como ya había hecho un curso pues estuve enseñando. Mi esposo trabajó construyendo viviendas, porque él ya era mayor y se vino conmigo al refugio. Yo hice de todo, sastrería, cocina, plantación de hortalizas...

Nosotros volvimos el 19 de Febrero del 90 y todavía no sabíamos nada de nuestros dos hijos mayores, que estaban luchando. Llegamos con la gente, pero después nos hicimos nuestra ranchita. La hizo Beto, mi esposo, pero algunos de los compas decían que estábamos ya individual, que ya no estábamos con la gente, y eso no les gustaba. Nos amenazaron con quemarnos la casa, pero yo les amenacé con quemarles el carro. No fue fácil, para asustarnos se llevaron el tractor y nos dijeron que iban a derrumbar la casa. Fue muy duro porque eran compas, pero conseguimos quedarnos en nuestra casa.

Virginia en su casa

Después ya nos contaron que uno de mis hijos había muerto en el año 1981, con 17 años cayó en la batalla de El Moscarrón. De mi hija, que era brigadista y tenía 13 años cuando murió pude despedirme. Un soldado la disparó y quedó herida, pero la operaron y vivió tres meses más. Uno por sus hijos se somete hasta dar la vida y me vine de Honduras, monteando, para verla. Me decían que era muy mayor para hacer ese viaje, que no iba a aguantar la caminata, pero yo quería venir y necesitaba que alguien me llevase donde estaba ella, porque no conocía el camino.

Al final conseguí que me guiase un señor, que era de armas de apoyo y que volvía con unos niños que venían también a la guerra. La operación de mi hija salió bien, pero estaba el operativo de “tierra arrasada”, que fue en el año 83, y tuvieron que sacarla, y parece que se cayó en el camino y ya no pudo aguantar, fue bien duro. Y el tercero de mis hijos murió de 23 años, lo mandaban a buscar comida y dicen que la mujer que le vendía la comida lo delató, pero no se dejó capturar. Lo encontraron todo baleado, y le dieron agua y murió, porque a una persona que está herida de bala no hay que darle agua.

Nunca he sabido donde quedaron ninguno de ellos, tampoco supe donde quedó mi madre, ella murió en la masacre del Mozote. Yo intenté sacarla de allí antes, pero ella no quiso dejar su casa. Antes de ir para el refugio de Honduras vimos los pedazos de la gente, después de la masacre, aquello era terrible, yo estaba recién parida de mi hija Dina. Mi mamá vivía sola en Cerro Pando, donde vivíamos nosotras de pequeñas. Mi papá había muerto en el 70.

Lo que siento es que no tengo un lugar a donde ir a recordarlos, y estar con ellos. A mi esposo, que murió en 2016, lo enterramos y yo le llevó sus florcitas, y le hablo, le llevo café porque era muy cafetero, y todo eso ayuda. Yo pasé un tiempo que ni comía, solo lloraba por mis hijos, pero poco a poco fui aceptando. Mi hija Zulma, que también estuvo en la guerra, sobrevivió, ella vive ahora en La Unión. Los compas quisieron llevarse a mi hijo pequeño, cuando cumplió los 14 años. Ya le estaban entrenando para ir a la guerra, aunque yo les pedía que me lo dejasen, porque ya eran tres hijos los que había perdido. Por suerte el día que se lo iban a llevar no pudo marchar porque se contagió de unos hongos en las manos y en los pies, aquello parecía cosa de dios, yo le pedía que no se llevasen a mi hijo y no se fue. “La guerra ayudó a acabar con la represión” Hubo tiempos muy duros, como la pérdida de mis hijos, pero también recuerdo momentos terribles en el refugio, porque también había grupos de ACNUR, que estaban en contra de los refugiados. Nos trataban mal, no nos daban comida, nos decían que teníamos que estar encerrados en las casas, que eran de cinc, y sentíamos que nos íbamos a morir en las champas achicharrados. Nos trataban como si fuésemos prisioneros, por la presión del ejército hondureño. Además teníamos que soportar a los militares que mataban a la gente, mataron niños, mujeres y ancianos, y había tiempos que no había comida. Pero la convivencia fue muy bonita, muy solidaria, y eso se mantuvo en La Segundo Montes.

Nosotros conseguíamos algo de ayuda, porque la familia de mi esposo nos enviaba algo de dinero de Estados Unidos y eso ayudaba. Cuando volvimos yo empecé a trabajar de nuevo en la costura y mi esposo volvió a trabajar en la construcción. Después, poco a poco, y con la ayuda de mi hijo, el que vive en Estados Unidos, hicimos esta casa.

Yo creo que a pesar de todo lo que hemos pasado, como tanta gente, la guerra ayudó a acabar con la represión. Yo viví en ese tiempo de represión de la guardia y del ejército, que hacían lo que querían. Se llevaban a la gente, la maltrataban, entraban en las casas, robaban lo que les parecía, se quedaban con nuestra comida... No teníamos posibilidad de estudiar, de acudir a un médico, porque no había, Ahora hay escuelas y hospitales, entonces no había nada de eso, nos curábamos con puro monte, no había ni medicinas, y se sufría hambre. La vida era bien sufrida, hoy no hay esa pobreza. Mi esposo y yo hemos vivido casi 57 años juntos, murió en 2016. Yo vivo sola, pero mis nietos pasan conmigo todo el tiempo, porque mi hija vive muy cerca de mi casa.