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Érase una vez un rey que tenía cuatro hijas. La más pequeña era la más bella y traviesa. Cada tarde salía al jardín del palacio y correteaba sin parar de aquí para allá, cazaba mariposas y trepaba por los árboles ¡Casi nunca estaba quieta!

Un día había jugado tanto que se sintió muy cansada. Se sentó a la sombra junto al pozo de agua que había al final del sendero y se puso a juguetear con una pelota de oro que siempre llevaba a todas partes. Estaba tan distraída pensando en sus cosas que la pelota resbaló de sus manos y se cayó al agua. El pozo era tan profundo que por mucho que lo intentó, no pudo recuperarla.

Se sintió muy desdichada y comenzó a llorar. Dentro del pozo había una ranita que, oyendo los gemidos de la niña, asomó la cabeza por encima del agua y le dijo:

– ¿Qué te pasa, preciosa? Pareces una princesa y las princesas tan lindas como tú no deberían estar tristes.

– Estaba jugando con mi pelotita de oro pero se me ha caído al pozo – sollozó sin consuelo la niña.

– ¡No te preocupes! Yo tengo la solución a tus penas – dijo la rana sonriendo – Si aceptas ser mi amiga, yo bucearé hasta el fondo y recuperaré tu pelota ¿Qué te parece?

– ¡Genial, ranita! – dijo la niña – Me parece un trato justo y me harías muy feliz.

La rana, ni corta ni perezosa, cogió impulso y buceó hasta lo más profundo del pozo. Al rato, apareció en la superficie con la reluciente pelota.

– ¡Aquí la tienes, amiga! – jadeó la rana agotada.

La princesa tomó la valiosa pelota de oro entre sus manos y sin darle ni siquiera las gracias, salió corriendo hacia su palacio. La rana, perpleja, le gritó:

– ¡Eh! … ¡No corras tan rápido! ¡Espera!

Pero la princesa ya se había perdido en la lejanía dejando a la rana triste y confundida.

Al día siguiente, la princesa se despertó por la mañana cuando un rayito de sol se coló por su ventana. Se puso unas coquetas zapatillas adornadas con plumas y se recogió el pelo para bajar junto a su familia a desayunar. Cuando estaban todos reunidos, alguien llamó a la puerta.

– ¿Quién será? – preguntó el rey mientras devoraba una rica tostada de pan con miel.

– ¡Yo abriré! – dijo la más pequeña de sus hijas.

La niña se dirigió a la enorme puerta del palacio y no vio a nadie, pero oyó una voz que decía:

– ¡Soy yo, tu amiga la rana! ¿Acaso ya no te acuerdas de mí?

Bajando la mirada al suelo, la niña vio al pequeño animal que la miraba con ojos saltones y el cuerpo salpicado de barro.

– ¿Qué haces tú aquí, bicho asqueroso? ¡Yo no soy tu amiga! – le gritó la princesa cerrándole la puerta en las narices y regresando a la mesa.

Su padre el rey, que no entendía nada, le preguntó a la niña qué sucedía y ella le contó cómo había conocido a la rana el día anterior.

– ¡Hija mía, eres una desagradecida! Ese animalito te ayudó cuando lo necesitabas y ahora te estás comportando fatal con él. Si le has dicho que serías su amiga, tendrás que cumplir tu palabra. Ve ahora mismo a la puerta e invítale a pasar.

– Pero papi… ¡Es una rana sucia y apestosa! – se quejó

– ¡Te he dicho que le invites a pasar y le muestres agradecimiento por haberte ayudado! – bramó el monarca.

La princesa obedeció a su padre y propuso a la rana que se sentase con ellos. El animal saludó a todos muy amablemente y quiso subirse a la mesa para alcanzar los alimentos, pero estaba tan alta que no fue capaz de hacerlo.

– Princesa, por favor, ayúdame a subir, que yo solita no puedo.

La princesa, tapándose la nariz porque la rana le parecía repugnante, la cogió con dos dedos por una pata y la colocó sobre la mesa. Una vez arriba, la rana le dijo:

– Ahora, acércame tu plato de porcelana para probar esa tarta ¡Seguro que está deliciosa!

La niña, de muy mala gana, compartió su comida con ella. Cuando hubo terminado, el batracio  comenzó a bostezar y le dijo a la pequeña:

– Amiga, te suplico que me lleves a tu camita porque estoy muy cansada y tengo ganas de dormir.

La princesa se sintió horrorizada por tener que dejar su cama a una rana sucia y pegajosa, pero no se atrevió a rechistar y la llevó a su habitación. Cuando ya estaba tapada y calentita entre los edredones, miró a la niña y le pidió un beso.

– ¿Me darás un besito de buenas noches, no?

– ¡Pero qué dices! ¡Sólo de pensarlo me dan ganas de vomitar! – le espetó la chiquilla, harta de la situación.

La ranita, desconsolada por estas palabras tan crueles, comenzó a llorar. Las lágrimas resbalaban por su verde papada y empapaban las sábanas. La princesa, por primera vez en toda la noche, sintió mucha lástima y exclamó:

– ¡Oh, no llores por favor! Siento haber herido tus sentimientos. Me he comportado como una niña caprichosa y te pido perdón.

Sin dudarlo, se acercó a la rana y le dio un besito cariñoso. Fue un gesto tan tierno y sincero que de repente la rana se convirtió en un joven y bello príncipe, de rubios cabellos y ojos más azules que el cielo. La niña se quedó paralizada y sin poder articular palabra. El príncipe, sonriendo, le dijo:

– Una bruja malvada me hechizó y sólo un beso podía romper el maleficio. A ti te lo debo. A partir de ahora, seremos verdaderos amigos para siempre.

Y así fue… El príncipe y la princesa se convirtieron en inseparables y cuando fueron mayores, se casaron y su felicidad fue eterna.


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