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Semos malos.(Salarrúe)

Goyo Cuestas y su cipote hicieron un arresto, y se jueron para Honduras con el fonógrafo. El viejo cargaba la caja en bandolera; el muchacho, la bolsa de los discos y la trompa achaflanada, que tenía la forma de una gran campánula; flor de lata monstruosa que perjumaba con música.

—Dicen quen Honduras abunda la plata.

—Sí, tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen...

—Apurá el paso, vos; ende que salimos de Metapán tres choya. —¡Ah!, es quel cincho me viene jodiendo el lomo. —Apechálo, no siás bruto.


Apiaban para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote. En el bosque de zunzas, las taltuzas comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban llegando al Chamelecón salvaje. Por dos veces bían visto el rastro de la culebra carretía, angostito como fuella de pial. Al sesteyo, mientras masticaban las tortillas y el queso de Santa Rosa, ponían un fostró. Tres días estuvieron andando en lodo, atascados hasta la rodilla. El chico lloraba, el tata maldecía y se reiba sus ratos.

El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de pasantes. Por eso, al crepúsculo, Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie diún palo y pasaban allí la noche, oyendo cantar los chiquirines, oyendo zumbar los zancudos culuazul, enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de miedo.

—¡Tata: brán tamagases?...

—Nóijo, yo ixaminé el tronco cuando anochecía y no tiene cuevas. —Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa, nos hallan. —Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite.

—Es que currucado no me puedo dormir luego.

—Estiráte, pué...

—No puedo, tata, mucho yelo...

—¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo, pué...

Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un tapexco; y, rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara añudada de resignación, esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano.

Los primeros clareyos los hallaban allí, medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas y babosas, semiarremangados en la manga rota, sucia y rayada como una cebra.

Pero Honduras es honda en el Chamelecón. Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres... Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega su justicia. En la región se deja —como en los tiempos

primitivos— tener buen o mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte.

** *

Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron luego en la plazoleta del rancho, aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a conectar la bocina. La luna llena hacía saltar chingastes de plata sobre el artefacto. En la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado olisco.

—Te digo ques fológrafo.

—¿Vos bis visto cómo lo tocan?

—¡Ajú!... En los bananales los ei visto...

—¡Y astuvo!...

La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bolsa de los discos, los hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras.

Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los blanquiyos manchados de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su cipote huían a pedazos en los picos de los zopes; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino...

Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer, como si colgado de un hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la noche.

Cantaba un hombre de fresca voz, una canción triste, con guitarra.

Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra, suspirando un deseo; y, desesperada, la prima lamentaba una injusticia.

Cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron...

Uno de ellos se echó llorando en la manga. El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo barrioso, donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro:

—Semos malos.

Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño.

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