Bibliografia Jorge Borges
Grata la voz del agua
a quien abrumaron negras arenas,
grato a la mano cóncava
el mármol circular de la columna,
gratos los finos laberintos del agua
entre los limoneros,
grata la música del zéjel,
grato el amor y grata la plegaria
dirigida a un Dios que está solo,
grato el jazmín.
Vano el alfanje
ante las largas lanzas de los
muchos,
vano ser el mejor.
Grato sentir o presentir, rey
doliente,
que tus dulzuras son adioses,
que te será negada la llave,
que la cruz del infiel borrará la
luna,
que la tarde que miras es la
última.
Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la
muerte (las pruebas de la muerte son
estadísticas y nadie hay que no corra el
albur de ser el primer inmortal), un
hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días: el
sueño, la rutina, el sabor del agua, una
no sospechada etimología, un verso
latino o sajón, la memoria de una mujer
que lo ha abandonado hace ya tantos
años que hoy puede recordarla sin
amargura, un hombre que no ignora que
el presente ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal y con el
que fueron desleales, puede sentir de
pronto, al cruzar la calle, una
misteriosa felicidad que no viene del
lado de la esperanza sino de una
antigua inocencia, de su propia raíz o de
un dios disperso. Sabe que no debe
mirarla de cerca, porque hay razones
más terribles que tigres que le
demostrarán su obligación de ser un
desdichado, pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga. Quizá en la
muerte para siempre seremos, cuando el
polvo sea polvo, esa indescifrable raíz, de
la cual para siempre crecerá, ecuánime
o atroz, nuestro solitario cielo infierno.
Ni la intimidad de tu frente clara como una fiesta
ni la privanza de tu cuerpo, aún misterioso y tácito y de niña,
ni la sucesión de tu vida situándose en palabras o acallamiento
serán favor tan persuasivo de ideas
como el mirar tu sueño implicado
en la vigilia de mis ávidos brazos.
Virgen milagrosamente otra vez por la virtud
absolutoria del sueño,
quieta y resplandeciente como una dicha en la
selección del recuerdo,
me darás esa orilla de tu vida que tú misma no tienes,
Arrojado a la quietud
divisaré esa playa última de tu ser
y te veré por vez primera quizás como Dios ha de verte,
desbaratada la ficción del Tiempo
sin el amor, sin mí.
Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,
ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.
También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.