Segundo Montes.
Segundo Montes también nació en Valladolid, el 15 de mayo de 1933. Ahí mismo hizo sus primeros estudios y la educación media, entre 1936 y 1950. El 21 de agosto de 1950, Montes ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús de Orduña. Ahí hizo el primer año, pues el segundo (1951) lo hizo en el noviciado de Santa Tecla, bajo la dirección de Miguel Elizondo. Este lo recuerda como “casi un adolescente”, puesto que pateaba con tal fuerza el balón de fútbol, que hacía saltar estrepitosamente las tejas de barro del comedor del noviciado. Era fogoso y audaz. Elizondo sabía que tenía mucho aguante y por eso lo corregía con dureza. Montes aceptaba con humildad las críticas y no guardaba resentimientos, pero no le resultaba fácil enmendarse, precisamente, por su energía desbordante.
En 1952, terminado el noviciado y siguiendo los pasos de otros estudiantes jesuitas centroamericanos se fue a Quito para estudiar humanidades clásicas en la Universidad Católica. Dos años después obtuvo la licencia. En 1954, comenzó los estudios de filosofía, licenciándose en 1957. Entonces, volvió a San Salvador para enseñar en el Colegio Externado durante tres años. En 1960 volvió a las aulas como estudiante. Esta vez para estudiar teología. Comenzó en Oña, donde estuvo sólo un año; los tres años restantes los hizo en Innsbruck (Austria). El 25 de julio de 1963 fue ordenado sacerdote ahí mismo. Hizo su tercera probación y regresó a San Salvador, destinado al Colegio Externado, donde hizo profesión solemne en la Compañía de Jesús, el 2 de febrero de 1968. Dos años más tarde, adoptó la nacionalidad salvadoreña, siendo uno de los primeros jesuitas en hacerlo, de lo cual se sentía muy orgulloso.
La vida de Segundo Montes transcurrió entre el Colegio Externado y la UCA. En el colegio estuvo dos temporadas, entre 1957 y 1960 y entre 1966 y 1976. Al terminar sus estudios en Quito, sus superiores lo destinaron al colegio, donde enseñó física y fue responsable de los laboratorios durante muchos años. Luego fue prefecto de disciplina y director administrativo. Entre 1973 y 1976 fue Rector, precisamente, cuando el colegio pasaba por una profunda crisis de identidad y organización. Pero la crisis no lo asustó. Su fuerte personalidad y su gran energía le ayudaron a dirigir el colegio en aquellos años de cambio. Los largos años pasados en el Colegio Externado lo hicieron muy popular entre los ex alumnos y sus familias. Donde quiera que fuera encontraba conocidos. Casó a muchos de ellos, bautizó a sus hijos e hijas y oyó sus dificultades matrimoniales. Después, cuando la crisis del país polarizó a la sociedad salvadoreña, se le fueron alejando. Sin embargo, durante muchos años, nadie lo acusó ni lo atacó en los panfletos y campos pagados que circularon tan profusamente. Sólo al final de su vida, su nombre comenzó a aparecer en la lista de los jesuitas acusados de ser los responsables de la violencia en El Salvador, de dirigir al FMLN, de servirle de fachada, etc. Su nombre era el tercero en la lista, después del de Ellacuría y Martín-Baró.
En la UCA comenzó como profesor pero, poco a poco, la dinámica universitaria lo fue alejando del colegio. Además de profesor de visiones científicas -una perspectiva filosófica de las ciencias- y sociología, fue Decano de la Facultad de Ciencias del Hombre y de la Naturaleza, entre 1970 y 1976. Entonces, prácticamente en su madurez, decidió hacer un alto y estudiar más. Durante dos años estuvo en Madrid, haciendo estudios de doctorado, en la Universidad Complutense, donde se graduó en 1978. Su tesis doctoral la escribió sobre las relaciones de compadrazgo en El Salvador. Durante varios meses, dedicó los fines de semana a entrevistar a las personas mayores de los pueblos del occidente del país. El material más valioso de su tesis, salió de estas entrevistas.
Montes regresó a San Salvador oxigenado y lleno de energía. Reanudó sus clases de sociología en la UCA. A partir de 1980 fue jefe del Departamento de Sociología. Asimismo, fue jefe de redacción de ECA, entre 1978 y 1982. Durante muchos años fue responsable de la “Crónica del mes” de la revista. Fue miembro del consejo de redacción y colaborador asiduo del Boletín de Ciencias Económicas y Sociales y de la Revista Realidad Económico Social. Pocos años después fue designado miembro de la Junta de Directores de la UCA. En 1985 fundó el Instituto de Derechos Humanos (IDHUCA) y lo dirigió hasta su muerte. Reunió a varios abogados destacados para elaborar el plan de estudio de la carrera de derecho. Al momento de su muerte, estaba preparando el plan de estudio de una maestría en sociología. Dio un sinnúmero de conferencias en centros educativos nacionales, cooperativas, partidos políticos, comunidades de base y organizaciones populares.
No obstante su especialización, Segundo Montes siempre conservó algo de profesor de física. Disfrutaba de manera especial con el mantenimiento de la residencia de la comunidad. Su expresión era vigorosa, a lo cual contribuía su contextura física, lo mismo en el aula –tenía preferencia por los cursos masivos-, que en la misa dominical de la parroquia de Cristo Resucitado, en la colonia Quezaltepec –en los suburbios de Santa Tecla-, donde fue párroco desde 1984, hasta en las entrevistas que concedía a la prensa. Disfrutaba describiendo cómo sus estudiantes tenían dificultad para encontrar puesto en el aula. Su salón preferido, no obstante no reunir condiciones para la docencia, era el auditorio de la universidad, en el cual dio varios cursos. Era buen profesor. Aunque impactaba a sus temerosos estudiantes, éstos lo seguían con admiración. Su alegría era grande cuando el domingo se encontraba con el templo lleno o con una larga fila de feligreses que querían confesarse con él. Gozaba con la alegría y el bullicio de las fiestas parroquiales.
A pesar de ser de maneras bruscas, su personalidad atraía de forma instintiva a la gente. Su entusiasmo intenso por lo que consideraba importante, por ejemplo, sus investigaciones, sus clases o el jardín inmenso de la nueva residencia universitaria y, cosa muy importante para él, quemar pólvora la víspera de año nuevo por la noche, hacía que los demás miembros de la comunidad le hicieran bromas continuamente. Segundo guardó una lealtad especial a Ellacuría, a quien consideró, tal como le confesó a un colega, “el hombre más extraordinario que yo he conocido jamás”. En 1984, el Padre General, considerando su sentido práctico, pero sobre todo su gran corazón, su lealtad y su compañerismo, lo nombró superior de la comunidad universitaria. Este nombramiento le hizo mucha ilusión por provenir del Padre General.
En 1984, las dificultades, el desafío y el ejemplo de algunas comunidades de desplazados y refugiados salvadoreños dentro y fuera del país, por causa de la guerra, despertaron un interés particular y ardiente –tan característico suyo- en él. Desde entonces hasta su muerte, Segundo Montes adquirió una prominencia especial, tanto en El Salvador como en Estados Unidos, por ser el investigador y el analista más importante del fenómeno de los desplazados, los refugiados y también los emigrantes. Visitó sus comunidades y refugios tanto en El Salvador como en Honduras. En sus visitas, aconsejaba a sus dirigentes sobre proyectos de desarrollo y les agradecía lo que aprendía de ellos. En Estados Unidos, su reputación como experto en la materia creció, en particular en el Congreso. Mantuvo al tanto de los movimientos y la situación de los desplazados, los refugiados y los emigrantes al representante Joe Moakley. Le insistió en la necesidad de reformar la legislación estadounidense de inmigración para proteger a los salvadoreños que emigraban a Estados Unidos, puesto que no tenían otra alternativa. Fue coautor de un estudio de Georgetown University sobre este fenómeno social y formó parte del consejo asesor del CARECEN y del Centro de Refugiados Centroamericanos, con sede en Washington. Su último viaje fue a Washington, a principios de noviembre de 1989, donde, en una de las salas de Congreso, CARECEN le hizo un reconocimiento por defender los derechos de los salvadoreños.
Su deseo nunca satisfecho por comprender mejor la realidad social salvadoreña lo llevó a estudiar la estratificación social, el patrón de la tenencia de la tierra y los militares. Publicó religiosamente el hallazgo de todos estos estudios, algunos de los cuales utilizó como libros de texto, en las materias que impartía. Su aguda observación lo ayudó a identificar un fenómeno novedoso y bastante curioso, a comienzos de la década de los ochenta: la “pérdida” de los dólares, que los salvadoreños residentes en Estados Unidos enviaban a sus familiares en el El Salvador. Este hecho lo alertó acerca de la importancia de la emigración salvadoreña para la economía nacional.
A finales de 1982, antes de irse a pasar las navidades con sus hermanas y su hermano, en Valladolid, le pidió a un colaborador que escribiera un breve comentario sobre los dólares perdidos para ECA. Discutieron el problema y llegaron a la conclusión que el dinero que entraba al país procedente de Estados Unidos, en billetes de baja denominación, giros y cheques, representaba un flujo importante de fondos. Ese dinero era el que hacía posible la sobrevivencia no sólo de los familiares de los emigrados, sino también de la economía salvadoreña en su conjunto. Montes hubiera querido estudiar más el fenómeno en aquel momento, pero tuvo que aguardar un momento más propicio.
En 1984, presentó un proyecto de investigación a una fundación que lo aceptó y así pudo comenzar a estudiar la emigración de población salvadoreña a Estados Unidos y su impacto en la economía nacional. Primero determinó las consecuencias del desplazamiento y la emigración de la población; luego propuso algunas soluciones. Sin embargo, no perdió de vista la relevancia social y económica de la población salvadoreña residente en Estados Unidos –aunque también la había esparcida por toda Centroamérica, Belice y México. En 1988, Montes estimó que un millón de salvadoreños residía en Estados Unidos, quienes enviaban a El Salvador 1.3 mil millones de dólares anuales, equivalentes a la ayuda de Estados Unidos al país más el valor de todas sus exportaciones y a casi el doble del presupuesto nacional. La existencia de este flujo constante constituía un canal informal entre El Salvador y Estados Unidos, el cual no podía descartarse al considerar el futuro económico y social de ambos países.
La gravedad del desplazamiento poblacional y los refugiados representaban no sólo una oportunidad para determinar la profundidad de la crisis salvadoreña, sino también para superar las estructuras existentes y la posibilidad para reestructurar la sociedad, en un contexto más justo y humano. “Si esta problemática no se aborda debidamente, quizás se finalice la guerra, pero las condiciones que la originaron perdurarán y volverán a hacer crisis o a estallar en cualquier momento”, escribió. En los dos últimos años de su vida, Montes encontró razones para la esperanza en las visitas que hizo a la comunidad de Santa Marta (Cabañas). La comunidad se había originado en el campamento de refugiados de Mesa Grande, en Honduras. También visitó las comunidades de refugiados de Colomoncagua y San Antonio, en este último país. Al regreso de estos viajes, veía con optimismo el futuro de El Salvador.
Los campesinos maltratados habían cambiado las balas y las bombas de El Salvador por una vida en campamentos mal ubicados, que prometían poco. Sin embargo, en pocos años, estas comunidades experimentaron una transformación profunda. Dieron un salto cualitativo al pasar “del individualismo a la solidaridad comunitaria, del analfabetismo a niveles envidiables de educación, del trabajo manual y primitivo del campo a cultivos delicados y complejos, a la cría técnica de animales y al manejo de máquinas complicadas, la producción de arte y artesanías, a la capacitación médica, sanitaria, docente y de servicio”. Estas líneas recogen la impresión que Montes trajo consigo después de la visita que hizo a Colomoncagua, a comienzos de 1989. En estas comunidades, forjadas por las adversidades de la guerra, Montes encontró indicios ciertos de un doloroso parto de una realidad nueva, la cual le dio pie para la esperanza. Una de estas comunidades adoptó su nombre, en un intento por perpetuar su memoria, su compromiso y su esperanza.
Otro de los elementos de la realidad nacional en el cual Montes se consideró un experto fue el del ejército. En la década de los setenta, estableció buenas relaciones con algunos oficiales. En la década siguiente, cultivó estas relaciones. Entre los oficiales con quienes se relacionaba había uno de la “Tandona”, Mauricio Vargas, quien aseguraba disfrutar sus conversaciones con Montes sobre política y sociología. Le gustaba que éste le pasara trabajos académicos. En cambio, Vargas lo ayudaba a conseguir el salvoconducto necesario para entrar en las zonas conflictivas. Pero estas relaciones no siempre fueron buenas. Montes tuvo diferencias serias con el mayor Mauricio Chávez Cáceres, quien, siendo aún teniente, había sido estudiante de ciencias políticas, en la UCA. Montes solía visitarlo, en el cuartel de Sensuntepeque, donde aquél se encontraba destacado, cuando iba a la comunidad de Santa Marta. El mayor se enorgullecía de su apariencia progresista. Sin embargo, estuvo implicado en el encubrimiento de la captura, tortura y asesinato de un teólogo suizo, perpetrado por una patrulla que estaba bajo su mando, en agosto de 1988. ECA, en un comentario sobre el informe de una delegación europea que investigó los hechos, resaltó el esfuerzo del mayor para apaciguar a la delegación con una serie de excusas increíbles. Al leer el comentario, Chávez entró en el Instituto de Derechos Humanos como una tromba; pero como no encontró a Montes, increpó al primero que encontró: “¿cómo es posible que hagan esto? Esta guerra va a terminar en una negociación y ustedes van a necesitar gente en la Fuerza Armada. Por favor, no quemen a la gente que les puede ayudar”. En su siguiente edición, ECA reprodujo la respuesta del alto mando militar al informe europeo, desvinculando al cuartel de Sensuntepeque y al mayor de los hechos, y publicó un comentario cauteloso, escrito por el mismo Montes. En septiembre de 1989, el incidente volvió a salir en una conversación que Montes sostuvo con el coronel Ponce, pero éste le aseguró que no sería causa de resentimientos futuros.
Estos temas, tratados con intensidad y entusiasmo, se complementaron con el de los derechos humanos. Desde la dirección del Instituto de Derechos Humanos, Montes se preocupó por registrar cuidadosa y rigurosamente las violaciones a estos derechos, cometidas por las partes en guerra. Pero no se quedó en una simple recopilación de violaciones, sino que se esforzó por iniciar una reflexión sobre su significado teórico y práctico. Los informes periódicos del Instituto dan cuenta de su actividad en este campo.
Desde principios de la década de los ochenta, Segundo Montes dedicó una parte de sus fines de semana a atender ministerialmente parroquias suburbanas sin sacerdote. Primero estuvo en Calle Real y luego, desde 1984, en la colonia Quezaltepec. En su actividad pastoral, Montes se supo ganar el aprecio de la gente sencilla por su generosidad y su trato franco y abierto. Compartía con su feligresía sus experiencias con los desplazados, los refugiados y los emigrados así como sus viajes, entrevistas y conferencias. En una de sus últimas homilías, les relató con todo detalle el régimen comunitario establecido por los refugiados, en los campamentos de Honduras. Cuando lo mataron, el templo parroquial estaba a medio construir. La colonia no tenía templo, pero él se empeñó en construir uno para lo cual contaba con la colaboración de la feligresía y con sus relaciones familiares e internacionales.
La primera vez que llegó a la colonia Quezaltepec dejó claro que no prometía quedarse como párroco, pero muy a su pesar se fue quedando. La gente le ganó el corazón con la primera fiesta de cumpleaños que le celebró. Montes daba mucha importancia a su cumpleaños. Lo anunciaba con bastante anticipación. Disfrutaba mucho con las muestras de cariño de sus amistades, de todo lo cual daba fiel cuenta a sus hermanas y a su hermano. En su último cumpleaños, la comunidad parroquial lo conmovió hasta las lágrimas al regalarle una elegante mecedora.
Preocupado por los campos pagados del ejército, aparecidos en la prensa nacional, donde lo atacaban junto con Ellacuría y Martín-Baró, Montes se puso en contacto con el coronel Galileo Torres, jefe de la Oficina de Prensa de la Fuerza Armada y antiguo conocido de la UCA, donde había dado clases, en los setenta. Montes quería encontrar sentido a aquellos ataques furibundos. El coronel lo invitó a casa y durante la cena le confirmó que en la Fuerza Armada había “fuertes intereses” en contra de los jesuitas de la UCA y le advirtió tener cuidado. En sí misma, ésta no era ninguna novedad; pero confirmó el rumor que ya había llegado a la UCA a través de un empleado con contactos en el ejército. El rumor sostenía que había un plan para eliminar a la dirección de la UCA. La reacción de Montes fue muy típica: “¿qué voy a hacer? Si me matan, me matan”.
El domingo 12 de noviembre ya no pudo ir a la colonia. Los combates en la ciudad se lo impidieron. Ese día, la comunidad parroquial había planificado entregarle un reconocimiento, pues compartía con él se sentía orgullosa por el premio recibido en Washington. El domingo siguiente tampoco pudo llegar.