Plácida Chavarria.

De CEBES Perquín

Mi papá era bolito, vendía las cosechas y se iba a beber guaro”

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Nací en el año 1.969, en lo que entonces se llamaba “Los Quebrachos”, en Jocoaitique, y ahora se llama Acaem de RL. Éramos mi mamá, mi papá, mi abuela, y una hermana. Mi papá trabajaba la agricultura y mi mamá como ama de casa. Ella cuidaba sus gallinas, sus chanchos... Recuerdo que teníamos un lugar que llamaban tabancos, que eran unas tablas en las que se ponía la fruta para que madurasen y se colocaban arriba del fuego, hasta ahí subía el humo y la fruta se maduraba, sobre todo los guineos. El gusto mío era subirme a esos tabancos, como si fuese monita, y hartarme de guineos. Vivíamos en una gran escasez, había guineos, jícama...pero no teníamos una alimentación balanceada. Mi papá tenía tierras, pero el problema era que mi papá era “bolito” y vendía las cosechas y se iba a beber guaro. Era un alma de dios, era buenísimo, pero su problema era el vicio. En la casa el que mandaba era mi papá. Vivíamos en una casa construida con bajareque y zacate.

Ya con seis años yo tenía que llevar la comida a mi papá hasta el terreno donde trabajaba. Teníamos que atravesar los bosques, pero entonces todo era sano y caminábamos hasta una hora. Recuerdo que tenía una hermanastra, que era una niña adoptada por mis papás, y ella venía conmigo y como era mayor y yo no me apuraba me pegaba cuando volvíamos de dejar la comida. Yo me quejaba del trato que me daba mi hermanastra, pero mi papá decía que yo me quejaba demasiado. Una de las veces que fuimos a llevarle la comida al subir los cerros me caí con la comida y todo y me dañé un brazo, mi papá tuvo que ayudarme. Me llevaron a un sobador, que me colocó el hueso, y funcionó porque me quedó bien, yo estaba todavía pequeña.

Ya en los años 77 o 78 se oía decir que mi primo se había ido “con la guerrilla” y yo me preguntaba que sería eso. La gente empezó a irse de sus casas, la comida comenzó a escasear. Teníamos que ir a Jocoaitique a comprar maíz, y en una ocasión, que estaban arreglando la calle, yo me asusté al ver el tractor y se me cayó el maíz, y ya no teníamos pisto para comprar más maíz. No olvido esa imagen de mi madre recogiendo el maíz entre el polvo para llevarlo a casa y lavarlo. Mi padre con mi mamá era violento, pero con nosotras no. A veces cuando estaba bolo estrellaba las libras de queso y nos quedábamos sin comida.

Nosotras solo fuimos a la escuela hasta el tercer grado, pero luego vino la guerra y no pudimos continuar. Teníamos un maestro buenísimo que se llamaba Hernán Cortés, y nosotras le decíamos “Hernán Cortés patas al revés”. Nos llevaba a jugar futbol y me cargaba en el lomo, a mí eso me encantaba, aunque había una niña bien mala que peleaba para que la llevase a ella, y teníamos un pleito constante. A Hernán Cortés lo mataron los soldados, y tuvimos que dejar la escuela. Yo era muy pequeña y no podía entender lo que estaba pasando, lo único que veía es que, cada día, estábamos más encerradas en casa. La situación se ponía cada vez más difícil, y ya empezamos a escuchar que habían matado a gente que conocíamos.

El soldado pretendía violarnos y mi abuela le zampó un garrotazo”

La gente empezó a marcharse y de los Quebrachos quedamos solo nosotros, los guerrilleros empezaron a poner emboscadas, se oían balaceras...Nosotros decidimos quedarnos porque mi abuela ya era mayor, tenía 84 años. La hijastra se fue y nunca más supimos de ella. Empezamos a sentir miedo, y un día llegó un primo nuestro y decidió hacer un tatú cerca de la casa, para que nos refugiásemos dentro si venían los soldados. Pero eso también era un problema porque si llegaban los soldados y nos veían en el hoyo nos iban a matar por vincularnos con la guerrilla. Un día llegaron los soldados y nos sacaron de la casa, nos formaron y esos hombres nos arrebataron a mi hermana y a mí y nos encerraron en la casa, pero mi abuela se fue detrás y le zampó un garrotazo al soldado, que lo que pretendía era violarnos. Recuerdo eso como si hubiese sido ayer. El soldado, que estaba endrogado, se salió. El resto de los soldados estaban en casa de un señor que se llamaba Crecencio Márquez, que ya lo habían matado. Mi papá se fue a hablar con los soldados y reclamó al jefe y a ese soldado lo sancionaron, le tuvieron todo el día al sol.

Nosotros continuamos allí y la salud de mi abuela, desde que pasó aquello, se resintió, se deprimió mucho y ella murió poco después. Recuerdo que murió muy tempranito, y no pudimos hacer vela ni nada, solo vinieron algunos que ya estaban organizados. Cuando murió la abuela nos fuimos al Cantón de la Joya. Eso era ya en el año 80. Nosotros estábamos muy cerca del Mozote cuando la masacre, pero gracias a dios a nosotros no nos encontraron, éramos mucha gente y estábamos cerca de los compas, vivíamos en el monte y dormíamos en casa de un señor que se llamaba Ventura Echevarría. Después de la masacre los compas nos sacaron y nos llevaron por el Tortolico para Honduras. El problema fue que llegando a la frontera, como yo ya tenía doce años, a mí no me querían dejar pasar los compas, porque ya me tenía que incorporar, pero mi mamá empezó a llorar y se puso muy triste y hablaron a saber con quién y me pasé.

Cuando llegamos al refugio dormíamos todavía en carpas de lona y convivíamos allí todas las familias. Había muchos niños con diarrea, con gripe, había muchas enfermedades, la comida era escasa, pero allí la pasábamos. Al principio dormíamos en el suelo, pero después armamos unas tablas para dormir mi hermana, mi mamá y yo. Mi papá estaba con nosotras, pero el hombre estaba ya bien viejito. Antes de ir a Colomoncagua, yo creo que desde los 7 años era rezadora, me sacaban en las floreadas de Mayo a rezar el rosario y lo rezaba completo, era como media líder en la Comunidad, siendo tan niña. Ya en el Campamento de Honduras hacía todas las actividades que hacían los adultos, aunque tuviese 12 años, ya casi entrando a los 13 años. Hacía tortillas, atendía a la gente en salud, y ya me dijeron que ya tenía que venirme.

Yo estaba contenta porque mi papá me animaba y me decía que estaba bien que viniese a defender la patria, pero él creía que la guerra iba a durar quince días. Nunca le volví a ver. Murió sin que pudiésemos despedirnos. A él le gustaba fumar puros y durante mucho tiempo, casi un año, anduve en la mochila unos puros, que regalarle algún día. Él murió en El Refugio, y como yo no sabía de su muerte seguí cargando con los puros, a pesar del mal olor que dejaron en mi mochila. Ya cuando me enteré de su muerte, meses después de su fallecimiento, porque las noticias llegaban por los correos, que tenían que hacer largos trayectos, tiré con tristeza aquéllos puros que por tanto tiempo me acompañaron.

Después de la guerra fui a despedirme de mi papá a Honduras, al lugar donde estaba enterrado. Yo lo quería mucho y siempre me ha costado reconocer que era “bolo.” Al principio, cuando llegamos a Morazán, estuvimos en un lugar que se llamaba Guaruma, cerca de San Fernando. Me habían dicho que mi función iba a ser dedicarme a “inyectar a los compas. ”Yo estaba tranquila.

Me asusté al ver que los compas también iban armados”

Nos vinimos en Enero del 83, éramos un montón de cipotillas, pero cuando llegamos al campamento de Guaruma y vi a los hombres armados me asusté, los relacioné con los soldados. Yo era una ignorante y no imaginaba que los compas iban armados y empecé a llorar porque pensaba que me iban a matar. Y yo creía que eran los mismos que nos habían agarrado a mi hermana y a mí, y por mucho que me decían que me tranquilizase, que eran compas, yo no me calmaba. Yo los veía igual que a los otros.

Desde Guaruma nos trasladaron a un hospital clandestino que estaba en un lugar que le llamaban “Calavera”, que pertenece a Cacaopera. En el trayecto los compas iban pegando a un soldado que habían agarrado, y yo pensaba: “Dios mío, eso mismo me van a hacer estos hombres a mí, ¿Y yo qué hago en medio de estos hombres?” Y no paraba de llorar. A mitad de camino decidieron que íbamos a descansar, nos dijeron que teníamos que hacer posta con uno de los compas para ir aprendiendo.

Mi miedo era que cómo iba a estar yo sola con un hombre, y no paraba de llorar. Me tocó hacer posta con uno de los compas y se puso a enamorarme y yo salí corriendo asustada y me lancé a los brazos de una amiga, que venía conmigo desde el refugio, ella era mayor, y yo le decía a Juanita: “¿Qué me van a hacer estos compas?, ¡yo no quiero que me digan nada!” Ella me decía que me tranquilizase, que no me iban a hacer nada.

¡Fue horrible! Después estuve dos años en ese hospital de Calavera, más que todo me dedicaba a inyectar a los compas heridos. Yo todavía era pequeña y me daba miedo hacer una curación, tenía entonces 13 años. Y allí comenzó el proceso de concientización, nos daban charlas, oíamos la radio Venceremos, nos decían que íbamos a vencer, y nos fuimos ideologizando. Empecé a agarrarle confianza a los compas, claro iba creciendo. El respeto por parte de los compas era grande, había un trato muy especial, nos respetaban mucho. Había un compa que llamaban William Negro, que estaba herido, pero era grosero, iba con muletas y cuando me veía, como yo era delgada, me daba con las muletas y me decía “¡Bicha seca apuráte!”, yo no entendía por qué me pegaba, pero es que era su carácter, no era malo. Había otro, que hoy están en Usulután, se llama Rivera y a él una bomba le cortó las manos, y él decía que me bañe la plástica, porque así me llamaba, y yo tenía que ir a bañar a ese jodido, y luego tenía que curarle la Lupita, pero era porque él era un desastre y si nosotras no le bañábamos y le curábamos aparecía todo engusanado. Más tarde me empezaron a sacar en puestos móviles en zona de combates, pero siempre curando heridos. Eso era horrible porque veías a compas con heridas espantosas. Recuerdo a un compa que un balazo le arrancó la mejilla, fue terrible, le hicimos primeros auxilios y después lo sacaron. Y otra vez que tomamos un pueblo mataron a un compa. Yo estaba preguntando por ese compa, por si lo teníamos que trasladar, y de repente me di cuenta que lo tenía a mi lado, y como no esperaba ver ahí el cadáver me sentí horrible. Pero no todo era terrible, porque también había anécdotas divertidas. Yo recuerdo que era una cipota muy dormilona, yo dormía feliz y no me despertaba con nada. A ningún compa le gustaba hablarme a mí para la posta, porque sufrían, por más que hacían yo no me despertaba, incluso me echaban agua. No era porque yo quería que la hiciera otro, pero es que yo me dormía sin darme cuenta. El problema mío era de sueño, tal vez era una manera de evadir el miedo, porque cuando había desembarcos de los aviones yo me metía en el tatú y me quedaba dormida.

Más tarde, cuando ya Morazán empezó a ser zona controlada fue mucho más fácil, pero antes durante la época que el ejército inició el Torola IIII en la zona fue terrible, eso fue después de lo de Monterrosa. Estuvimos hasta ocho días sin comer nada, comíamos tallos de la huerta con cubitos de esos de caldo concentrado.

Plácida, 1987

“Le pedí al compa que me matase y después se matase él” Una vez recuerdo que íbamos una escuadra de compas y los soldados nos vieron allá por Masala, en Joateca. Y yo le dije a mi amigo Ernesto que se fuese por un lado de la calle y yo me fui por el Capulín, donde tenía que hablar con unas personas, porque ya en ese tiempo hacía también concientización, me las tiraba de política, tenía bases en la población y teníamos que ir a hablarles.

Con nosotros venía “Pulguita”, que era un compa muy pequeñito y otro compa que creo que se llamaba Amílcar. Subimos todo el Capulín y los soldados nos fueron controlando, llegamos a una casa, y yo como hacía siempre me recosté, pero nunca dejaba mi equipo, el fusil lo colocaba en mis piernas. Alrededor de la casa había una finca y de repente me dice Pulguita: “Plácida hay andan los compas de las fuerzas especiales” y yo le dije que por allí no andaba ninguna fuerza especial, pero cuando miré vi a los soldados que venían por la finca hacia nosotros, lo extraño es que no nos dispararon. Salimos los tres por una vereda, y lo que comprobamos es que nos querían encerrar y agarrarnos. Ya vimos que uno de ellos nos puso el fusil de frente, no sé cómo agarré mi fusil y me puse a disparar, aunque yo no era buena para eso, era instinto. Amílcar también reaccionó. Me aventé a un mezcalar y de repente escuché los gritos de “Pulguita”, el pobre también se había lanzado al mezcalar y se estaba pinchando con los espinos. Yo no sé cómo Amílcar y yo conseguimos salir, pero Pulguita se quedó.

El problema es que llegamos a un lugar que era un abismo, eran ya como las seis de la tarde. Y Escuchábamos a los soldados que decían “Ahí van, síganlos.” Nos comimos un cuaderno entero, donde teníamos información de la gente que nos colaboraba. Yo le dije antes al compa: “no nos vamos a dejar agarrar y nos vamos a comer este cuaderno” y nos lo comimos. El chiste es que yo le dije también al compa: “Si esos soldados vienen hacia acá no tenemos a donde correr, así que me matás a mi primero y después te matás vos, no te vayas a quedar vivo porque te van a fregar.” El compa colocó el arma junto a mi cabeza, pero yo estaba tranquila porque lo que tenía claro es que no quería que me agarraran.

Mientras le insistía a Amilcar que él tampoco se podía quedar vivo porque le iban a sacar información. Temía que me matase, pero luego no se atreviese a matarse él...Lo increíble es que los soldados pasaron y no nos vieron y en la noche empezamos a bajar y llegamos al Volcancillo. Eran como las dos de la mañana, y llegamos a una casa donde conocía a la gente, pero al llegar nos dijeron que los soldados estaban cerca, y tuvimos que continuar hasta hallar a los compas en un lugar que le llaman Arenales.

Al llegar allí vimos que estaban un grupo de compas, pero teníamos que identificarnos. Yo intenté convencer a Amílcar para que les hablase, pero él me dijo que mejor era que lo hiciese yo, porque al ser mujer les iba a dar más confianza. Nos parapetamos en un palo y preguntamos que quienes eran. Como estábamos bien entrenados le pedí al compa que tirase el fusil y así lo hizo, ya nos acercamos y nos identificamos. Habíamos pasado toda una noche caminando por esos montes, solos los dos. Yo creo que ya nos habían dado por muerto a los tres.

Nosotros creíamos que Pulguita estaba muerto, hasta que a los 8 días apareció. Había estado camuflado, como uno más de la población, en Guachipilin de Joateca. Recuerdo que Pulguita era un hombre muy servicial. Yo estuve con paludismo mucho tiempo y había un lugar que llamaban “El Tancredo, donde enviaban a los compas que ya estaban “para estirar el hule,” para que nos dieran un poco más de alimentación. Yo estuve allí unos días, pero no me recuperé, y me acuerdo que Pulguita, subiendo el cerro de Las Pilas, cargaba con mi fusil y mi mochila, con todo. Yo tenía unas fiebres tremendas, y a pesar de que me daban cloroquina no me bajaba. Hasta que Marisol Galindo tomó la decisión de mandarme de nuevo al refugio para que me curase allí. Cuando llegamos al refugio todo el mundo nos cuidaba porque éramos “las compitas,” que veníamos de la guerra, llegó también mi prima. Pero en el Refugio había un hombre, que era el esposo de una mujer que llamaban “La Cubana,” y recuerdo que yo llevaba una pistola, y él era el que se encargaba de las armas. Yo estaba feliz de ver de nuevo a mi familia, pero el esposo de “La Cubana”, que se llamaba Santiago, empezó a acosarme y a decirme que si me acompañaba con él no tenía que volver a la guerra, que me podía quedar allá. Y yo ya no aguantaba más y un día le dije:“¡Si yo no me he acostado con ningún compa allá, que son de los verdaderos y voy a venir aquí a acostarme con semejante puerco!”

Decidí volver y me fui de nuevo a recuperar a El Tancredo. Más tarde me acompañé con un compa que era jefe y pedimos permiso para que me pudiese quedar embarazada. Como era jefe se podía pedir permiso. Dos meses antes de la Ofensiva me sacaron y me mandaron a la población, allá por Corinto. Fue muy difícil, yo no tenía papeles, no tenía nada, y estaba en una casa donde toda la gente era contraria menos el hermano de mi esposo. Y recuerdo que pasaban los soldados, y yo no tenía arma, allí no podía ni defenderme. Una vez estaba bañándome, con la gran panzota, en un pozo y apareció el montón de soldados y me dice una sobrina: “échese jabón en la cara que vienen los soldados.”, no pasó nada, pero a veces me tenía que esconder cuando llegaban los soldados, y yo pensaba que en una de esas pasadas se les podía ocurrir ir a catear a la casa. Eso era mucho más difícil que en la guerra, porque allí yo tenía mi arma y estaba con los compas, pero aquí no tenía nada, ni a nadie y además con la panzota, que no podía hacer nada. Ya cuando llegó el niño fue terrible, porque nadie sabía asistir un parto. Lo tuve yo sola y recuerdo que mis dolores de parto comenzaron por la noche y siguieron hasta el día siguiente por la tarde, y el niño no había nacido. Llamaron a una partera que me puso una inyección, y por suerte funcionó y el niño salió. Nació bien, pero yo no tenía nada ni para taparlo, la familia era muy pobre y no tenían nada tampoco, ni un pañal. Por lo menos podía comer de mi leche. Me daban camisas viejas para que lo vistiese como podía. Luego me dijeron que mi compañero había pasado por allí y dejó dinero para que me atendiesen y también al niño, y pidió que me cuidasen porque él no sabía si iba a volver de La Ofensiva. Yo veía que el hermano escuchaba todos los días “Radio Venceremos,” decía que era para estar informado sobre la Ofensiva, pero luego me di cuenta que estaba pendiente por si mi compañero caía y tenía que hacerse cargo de nosotros. Pero él volvió bien y lo vimos después de dos meses y para verlo vine con Toño, mi hijo, tuvimos que hacer una gran caminada. Llegamos donde estaban los compas que se alegraron mucho de ver al bebé, estábamos en Jocoaitique. Toño dormía en una champita de huerta, todo el mundo estaba bien contento de conocer al hijo de Ramón, que así se llamaba mi compañero. Mi hijo a pesar de todo estaba hermoso y sano.

Después me fui a la Comunidad Segundo Montes porque ya habían vuelto los refugiados y allí estaba mi mamá. Y allí se crio mi niño, que creo que tenía obesidad y le llamaban de apodo “botija” y yo me enojaba. Yo empecé a trabajar en salud, pero para desmovilizarme tuve que volver a Corinto y allí me desmovilicé, después de la firma de los acuerdos de paz.

Yo no había luchado para que me maltratasen”

Plácida en el refugio, 1982

Yo seguí trabajando en el área de salud, con Médicos sin Frontera. Lo peor fue que el papá de mi hijo empezó a tomar guaro, empezó a andar con mujeres, no era lo que yo quería, yo no había luchado para que me maltratasen de esa forma y sentí que eso no era mi vida. Decidí irme a San Salvador y empecé a trabajar en las maquilas, aunque no me podía creer que después de luchar por la justicia tuviese que trabajar en una maquila, pero ni modos porque no podía hacer otra cosa. Por suerte conseguí entrar a esa maquila porque un compa, que ya era alcalde de Anamorós por el FMLN, me ayudó a conseguir el título de noveno grado. Yo realmente no había hecho nada más que hasta segundo grado, pero para poder trabajar necesitaba ese certificado. Después me puse a estudiar el bachillerato los fines de semana, porque nos daban un bachillerato a distancia a los excombatientes.

Yo me quedé en San Salvador y mi hijo se quedó con mi mamá en La Segundo Montes, y pude pagar a una mujer para que la ayudase, porque me pagaban bien. Pero realmente yo no dejaba de pensar que yo había luchado contra la discriminación y la explotación y estaba trabajando en un lugar donde se discriminaba y se explotaba, y me sentía muy mal, pero yo no sabía hacer otra cosa. Lo que yo hacía era estar parada cortando hilos, que era el trabajo que hacíamos las que no sabíamos hacer nada, acababa con los pies inflamados. Estuve en la maquila por dos años. Pero un compa que se llamaba Matías, que ya murió, se dio cuenta que yo estaba en la zona franca y él me había conocido en la guerra. Se sintió muy mal de ver que una compa estaba metida en una maquila y me ayudó a encontrar trabajo en la unidad de salud de la San Luis.

Me vine de San Salvador, terminé el bachillerato y comencé a trabajar en la Unidad de Salud. Después salió un programa de becas y yo decidí agarrar una beca de Promotora en Salud Mental en Estados Unidos. Me fui a Boston, a Massachusetts, con excombatientes de Vietnam, y fue increíble porque eso me ayudó muchísimo. Se trataba de compartir con los excombatientes del Vietnam, y esa experiencia fue un cambio radical en mi vida. Estábamos en una especie de hospital, pero realmente era una residencia.

Estuvimos allí dos meses y allí liberé mi estrés de la muerte de mi prima, que fue horrible. Los compas se tomaron Corinto y nosotros que formábamos lo que llamaban las fuerzas de Servicio estábamos en un lugar que llamaban EL Ruso. Entonces los compas se replegaron en donde estábamos nosotros y comenzaron a llegar los aviones y todos nos concentramos en un lugar que se llama La Quebrada del Limón. Las compas empezaron a hacer fuego para las tortillas, allí estaba la comandancia y muchísima gente, pero nos detectaron. De repente se vino un avión que llamábamos “El Chambroso”, era un avión lento. Nos dijeron que corriésemos a la quebrada porque iban a llegar aviones hacia el campamento y todo el mundo empezó a correr y allí estaba mi prima. Y yo le dije que nos fuésemos, que iban a llegar los helicópteros que iban a bombardear y ella me contestó “¡Qué miedo le tenés a la muerte!, no pasa nada,” y se quedó allí con otra compañera. Lo triste es que ese bombardeo empezó a las 9 de la mañana y eran las 5 de la tarde y seguían cayendo bombas, sobre las 2 de la tarde allí no se veía nada. Recuerdo que me habían dado unos zapatos bonitos, por primera vez desde el inicio de la guerra, y de tanto correr se me rompieron. Los soldados desembarcaron arriba y debajo de la quebrada, y con eso nos encerraban, Conseguimos salir, pero ya todo el mundo iba disperso y dicen que un compa escuchó un grito de una mujer que decía “¡Me mataron!” Creyeron que había caído yo porque nuestra voz era idéntica. Nosotros salimos al siguiente día y todos estábamos perdido, y por radio comunicaron que había dos muertos, creían que una era yo, pero se dieron cuenta que era mi prima.

Yo ahora puedo contar eso, porque viví ese proceso de sanación, ella era como mi hermana. Cuando las vi, a ella y a la otra amiga las habían abierto y las habían minado y yo la quería abrazar, pero los compas me decían que no podía acercarme. Hubo un tiempo que tenía un odio terrible a los soldados, quería tener algo en las manos y hacer algo en contra de ellos. Hoy le doy gracias a dios que me liberé de eso porque eso no es bueno y sé que me enfermo yo y no la otra persona, pero era muy difícil.

Fue terrible, el ejército había clavado estacas a las compas”

Otra vez, allá en Joateca, estábamos en un lugar que se llamaba Paturla y uno de los compas me dijo que me fuese con un grupo a Arenales, pero yo no fui. Era una escuadra de siete compas, de ellos solo quedaron dos vivos. Cuando los encontramos fue terrible, le habían ensartado estacas a las compas en su vulva.

Era horrible, horrible...Entonces nos dimos cuenta que había una gente de la población que había escondido a un grupo de fuerzas especiales del ejército, que llamaban PRALES, y ellos eran los que habían matado a los compas. Teníamos una indignación tan grande que nos dieron la orden de sacar de allí a ese gente que había escondido a los de La PRAL. La orden era sacarlos o matarlos.

Yo llegué con los compas y los señores temblaban y decían que ellos no habían sido, tenía tanta pena y tanta rabia que les dije que si no se iban en media hora ellos iban a pagar por lo que había pasado con los compañeros. Yo en ese momento tenía una indignación terrible, sentía que tenía que hacer algo. Pero tengo tan presente, como si fuese la foto, hoy, ver a ese señor salir solo con su ropa y con un montón de niños. Le pedí a dios que me perdonase, porque de verás no lo hice porque yo fuese mala, lo hice porque en ese momento yo tenía mucha indignación y yo sentía que ellos habían colaborado para matar a mis compas. Era muy duro, porque yo ahora me pregunto: ¿Y si mis hijos hubiesen sido esos niños? Me pregunto que fue de esa gente, dónde vivió, donde comió, no sé que pasó con ellos. Y a veces pienso que si esa gente me vuelve a ver me odiará y tendrán razón. Yo le pido perdón a Dios porque no fue mi intención, yo tenía en eso momento una ira, un coraje que para mí era lo correcto eso que estaba haciendo.

Después de todo eso piensas que una guerra de doce años no tiene sentido. Si nosotros no hubiésemos tenido ese amor que teníamos entre los guerrilleros, de apoyo, de solidaridad... Allí si andabas con la camisa mojada el compa que tenía una camisa seca te la daba. Era tanta la solidaridad, tan increíble que eso fue lo que nos dio fuerza para vivir todo eso. Y ahora siento dolor cuando voy a ver a muchos compas mutilados de guerra que están en una situación terrible. Fui una vez, con una amiga, a un lugar que llaman Agua Blanca, y allí nos dieron las 12 del día y no había fuego porque no había nada que comer, y eran compas, y no puedo comprender que haya compas en esa situación tan terrible. A mí no me dieron casa, no me dieron tierras, nada de eso, pero me dieron la posibilidad de abrirme a un mundo diferente. Sabía que si yo tenía las agallas podría hacer otras cosas.

Tuve que volver a Estados Unidos a trabajar”

Cuando vine de Boston tuve la oportunidad de trabajar con jóvenes, hacía la parte de salud mental y era muy bonito. Ahora veo a esos jóvenes en La Segundo Montes que son ya profesionales. El problema fue que toda la gente que trabajábamos en salud tuvimos que pasar al Ministerio, pero yo no podía porque no tenía título, sólo el bachillerato. Entonces decidí que como tenía visa, de cuando había hecho el curso en Boston, fui a renovarla, me la dieron de nuevo y me fui a Estados Unidos a trabajar.

Yo realmente les jugué las barbas a los gringos porque me fui de turista, pero estuve trabajando allí dos años y medio. Entonces tenía a mi hijo mayor, que ya tenía 7 años y a mi segundo hijo de un año, que lo tuve con mi nuevo compañero, con el que todavía seguimos juntos. Yo me sentía muy mal porque echaba mucho de menos a mis niños, aunque Enrique, que así se llama mi compañero, los cuidaba muy bien y también a mi mamá. Yo trabajaba como esclava en Estados Unidos, limpiaba casas y cuidaba niños, pero lo de cuidar niños no me gustaba porque sentía todavía más la tristeza de no poder estar con mis hijos. Allí vivía con una tía de mi primer esposo, porque la familia de él siempre me ayudó, a mí y a mi hijo. Incluso hoy tenemos una buenísima relación con la familia, no con él, que nunca me ayudó con mi hijo.

En Estados Unidos cuidaba a una niñita que se llamaba Clare, que aprendió a hablar español, me la llevaba al parque y a veces me agarraba por llorar y la niña me consolaba y me agarraba de la mano y me llevaba a la casa. Mi única alegría era recibir el salario y mandarlo para acá, pero eso no era vida, después de todo lo que había pasado.

Mi objetivo era hacer una casa y con lo que yo ahorré allí pudimos hacerla, y me vine. Mi compañero trabajaba, pero ganaba muy poco.

Yo recuerdo que cuando volví mis hijos y mi esposo estaban siempre pegados a mí. Mi esposo es el hermano de Mario Chocho, y vino a buscar a su hermano desde Nicaragua y lo encontró, el chiste es que también me encontró a mí y aquí se quedó. Mi cuñado es un hombre muy bueno y con mucha historia, pero vive muy enojado y eso no es bueno.

Cuando volví de Estados Unidos me puse a trabajar en el Perkín Lenca. En ese tiempo estaba Marisol Galindo, que era una mujer muy exigente, pero muy buena y cuando ella dejó el Perkin Lenca yo busqué otro trabajo. Empecé a trabajar en una red de mercadeo y vendemos productos naturales. Lo increíble es que son fabricados por el gobierno de Estados Unidos para la recuperación de los excombatientes del Vietnam. Y ahora yo vendo productos gringos, algo que nunca hubiese creído, pero hemos comprobado que son buenos y ayudan a la salud de la gente. Pero aquí además contamos también con gente como Mabel, por ejemplo, con ese deseo de ayudar, que es increíble...Yo creo que eso son dones que tienen las personas que lucharon.